/

viernes, 16 de septiembre de 2011

NOVELA EN LÍNEA PARTE 10

EL REENCUENTRO PARTE 10
…Eduardo se puso muy contento al saber que nos íbamos y se comprometió a buscarnos una vivienda, con la ayuda de don Esteban. Poco después me mandó decir que habían encontrado una, en la calle da atrás de Santa Rosa Viterbo, cosa que me alegró, porque era una Iglesia que me gustaba mucho.
En medio de los preparativos para la mudanza, fuimos a despedirnos de Lolita, y cuando estuvimos frente a la fachada de la casa, viendo el hermoso balaustre de sus ventanas, Lupita me dijo que cuando se casara, le iba a decir a su esposo que tenía que darle una casa igual.
Yo me sentí culpable por no haber sabido darles a mis hijos la menor comodidad, sentimiento que me duró toda la vida.
Con esa angustia, la despedida de mi hermana y sus hijos me resultó muy, muy dolorosa.
Pese a los consejos de Lolita de que dejara el luto, que ese hombre no merecía ningún dolor, ni siquiera una lágrima, aunque yo pensaba igual, porque hacía mucho que había dejado de quererlo y ni siquiera me dolió su muerte,  ya tenía decidido vestir luto de viuda para siempre.
Al salir de la casa, no pude contener el llanto, pensando en que nuevamente me estaba alejando de mi familia, de quienes realmente se consideraban MI FAMILIA.
El domingo siguiente fuimos a despedirnos de Amalita y Aurorita.
Al llegar, Lupita le preguntó a sus tías si iría Lucha y se puso feliz al saber que sí vería a su prima y en cuanto llegó, las dos hicieron su mundo aparte.
Me enteré entonces de que Sarita, la hija menor de Amalia, se había casado con un muchacho seis años menor que ella; tenían dos hijos jovencitos, pero ante el rechazo de su familia, se había retirado totalmente. Lo que sí sabían era que estaban muy pobres.
Tenía curiosidad y le pregunté a mi hermana que si seguía con la devoción del Rosario a San Antonio, pero ella, furibunda, me contestó que se había retirado totalmente de la religión desde el fracaso de su matrimonio, porque le parecía absurdo que Dios la hubiera castigado tan duramente, antes de que ella cometiera cualquier pecado; me dijo además, que no se explicaba mi actitud de “viuda”, cuando debía estar feliz de haberme deshecho de un zángano miserable.
Sus palabras me dolieron.
Cambié la conversación y, en cuanto fue posible, nos despedimos, dándoles la dirección en Querétaro.
¡Cuánto había endurecido a mi hermana la injusticia de su marido! ¡Cómo había cambiado aquella muchachita alegre y cariñosa que cantaba todo el día y casi adivinaba lo que los demás necesitaban, cumpliendo de inmediato lo que se le pedía!
Esa rebeldía suya, yo la había presentido en algún momento.
No pude llorar hasta que estuve en mi cama y había comprobado que mis hijos dormían.
De regreso a casa, durante todo el camino, Lupita no dejó de hablar de Lucha: habían intercambiado sus direcciones y prometido que se iban a escribir cada semana para contarse todo, todo lo que hicieran. Estuvo parlanchina como nunca y a mí me dio gusto su alegría. Me prometí que haría todo lo posible para fomentar esa amistad, sin importarme lo que pudiera pensar Tilo.
Pasados unos días, supe que no volvería a vender en la puerta de las iglesias ni en el mercado, porque en la tienda de doña Chelo, nuestras prendas se empezaron a vender a mejores precios y las señoras sabían apreciar nuestro trabajo; pronto metimos también los bordados de Lupita. Con eso y el peso que cada decena recibía de Eduardo, nuestra situación había mejorado y cuando empezaron las clases, inscribí a mis dos pequeños.
Gerardo tenía siete años cumplidos y la directora de la escuela lo inscribió en 2º año, porque su hermana mayor le había enseñado las letras; Conchita, con sus cinco añitos y meses, iría al Jardín de Niños.
Le dije a Lupita que ella también fuera a la escuela, pero dijo que le daba vergüenza ir, tan grande, a 3er año, aunque sólo iba a cumplir once años. Argumentó, además, que tenía que arreglar la casa, lavar la ropa y hacer la comida, aparte de seguir bordando carpetas, fundas, o lo que le pidieran.
Era verdad, ahora ella era el ama de casa, porque yo había empezado a ayudar a doña Chelo en el negocio.
Las ventas habían aumentado al meter los bordados de mi hija; yo, aparte de mis tejidos de crochet, hacía a mano sabanitas para cuna y camisitas para bebé, adornadas con encajitos, entredós y rositas de rococó, que gustaban mucho.
Chelo me había pedido que fuera a ayudarla, porque era sola y, aunque era de mediana edad, se cansaba fácilmente porque tenía un soplo en el corazón.
Su vida tampoco había sido fácil: de familia acomodada de Querétaro, se había casado a los 16 años y había tenido tres hijos, dos hombres y una niña que se le había muerto a los cuatro años, sin que supieran de qué, porque lo único que decía era que le dolía el estómago y que al tocarla, se le sentía muy duro, pero el doctor no supo decirles qué tenía y sufrió mucho en una larga agonía. Los dos varones, cuando crecieron, se casaron, hicieron su vida y se fueron, uno a California y el otro a Cuba para pelear contra los Estados Unidos. De ninguno de los dos volvió a saber nada. En cuanto a su marido, había sido un buen hombre que por herencia y su trabajo, hizo suficiente dinero que le permitió comprarle una buena casa; pero como carecía de carácter, cuando se fueron los hijos, por la pena, dejó de trabajar y se fue muriendo poco a poco, hasta que lo enterró, hacía cinco años. Después vendió la casa que estaba en el Centro, a una calle de la Casa de la Corregidora, y con eso compró la casita que ocupaba ahora y en la que había puesto el negocio que, aunque poco, le daba para sobrevivir. A pesar de todo, había conservado algunas amistades de la época de sus padres y de vez en cuando se veían.
Estaba más sola que yo.
El día que nos invitó a comer, quedé maravillada porque me hizo recordar las comidas de Mamá Merche: vajilla azul de porcelana, copas de cristal cortado, cubertería de plata, para servirnos una entrada de frutas, comida de tres tiempos, postre, té, y un digestivo ligero.
No cabía duda de que era una gran dama.
No permitió que le ayudáramos en nada, arguyendo que éramos sus invitados.
Su acogida fue magnífica para toda la familia y, poco a poco, fuimos intimando, hasta sentirla dentro de nuestro núcleo familiar.

A Lupita parecían no importarle las obligaciones que yo, inconsciente, había echado sobre sus hombros, pues ahora también ayudaba a sus hermanos con las tareas de la escuela, y cuando regresábamos del Rosario, me leía las noticias del “Imparcial”, cuando yo lo compraba. Estaba contenta, sobre todo cuando recibía carta de Lucha, a la que respondía en seguida.
En una de sus cartas, su prima le mandó una nueva dirección, porque iba a estar un tiempo en la casa de su tía Concha, hermana de su padre, que se había roto la cadera, y como tenía una pequeña casa de huéspedes, le había pedido a Tilo que le prestara unos días a Lucha, para que vigilara a las criadas.
Nuestra vida era tranquila; como a Eduardo lo estaban preparando para maquinista, sus ausencias eran más prolongadas porque lo llevaban a diferentes corridas, ya fuera a la Ciudad de México o a Durango, pero en cuanto él llegaba, Lupe se iba con Chelo, sin decirle a ella por qué. Así pasó algún tiempo.
Ahora mis hijos tenían trece, nueve y siete años. Lupita seguía siendo la niña dócil y trabajadora de siempre y Gerardo era un niño muy estudioso, al que le gustaba mucho la música y cantaba todo el tiempo. Conchita, en cambio, era voluntariosa y agresiva, principalmente con Gerardo, que la mimaba y consentía siempre.
Un día, pese a sus protestas, le dije a Conchita que tenía que hacer salsa en el molcajete, para que ayudara un poco a su hermana. Yo sabía que le costaría mucho trabajo, pero era necesario hacerla entender, pese a su edad, que debía ayudar en la casa; llegó Eduardo sorpresivamente y de inmediato se quitó la fajilla para golpear a Lupita, pero se le escabulló, y entonces se volteó a Conchita, pero ella le gritó:
-      Si me pegas, te pego en la cabeza con el tejolote (la mano de piedra que sirve para moler en el molcajete).
Lo dijo con tal fuerza, que sus tres hermanos se sorprendieron y eso dio tiempo para que Lupita fuera a avisarme que había llegado Eduardo. Fue suficiente para que mi hijo mayor no intentara jamás, golpear a su hermanita. Sin embargo, persistió en su manía de hacerlo con Lupe.
Al poco tiempo, Eduardo fue ascendido a maquinista, y pareció que su mal carácter se había suavizado; a veces hasta platicaba algo de lo que había visto en sus viajes. Los pequeños se sentaban cerca de él y le preguntaban alguna cosa, pero Lupita se mantenía apartada sin dirigirle la mirada ni la palabra, metida en su costura, pero sentada cerca de la puerta.
En eso llegó una sorprendente carta de Lucha:
La tía Concha había tenido que ser internada en el hospital, pero aunque la habían operado, no se recuperaba y los médicos temían lo peor, por lo que Lucha despidió a  las criadas y regresó a su casa. Los tres huéspedes que quedaban ya habían encontrado alojamiento, pero uno de ellos, un señor llamado Julio Perié, francés, viudo y rico, hacía tres días se había presentado en la casa de Tilo para pedirle la mano de Lucha, la cual se había quedado atontada por la  sorpresa, pues en la casa de la tía, no habían cruzado ni una palabra, por lo que era evidente que había sabido todo de ella a través de Concha.
Cuando Tilo le preguntó a su hija si aceptaba casarse con el señor, sin pensarlo siquiera, ella dijo que sí, aunque sólo iba a cumplir 17 años y el pretendiente tenía 70. Él había señalado como plazo tres meses, por lo que ya se estaban llevando a cabo las amonestaciones.
La boda sería en la elegante Iglesia de La Sagrada Familia y, como no tenían casa grande, el banquete se serviría en el restaurante del Club Hípico, al que pertenecía el novio.
Lucha le pedía a Lupe que no dejara de ir a su boda; ya el señor le había dicho que él correría con todos los gastos, no debíamos preocuparnos por lo necesario, como vestido, zapatos, bolso y pasaje.
Yo dije que, si iba, sería por nuestros propios medios, porque sospeché que Tilo había visto un buen negocio en esa boda, si no estaba tomando en cuenta la diferencia de edades y no le importaba sacrificar a su hija casándola con un viejo.
Habría de pasar mucho tiempo, para que yo cambiara de parecer.
Lo primero que tuvimos que comprarle a Lupe fueron un corset que empezaría a usar, pese a que era pequeña, pero tenía una buena estatura que, ya arreglada, la haría parecer más grande, y sus primeros botines de tacón, cosas, ambas, que usaría todos los días, hasta muy entrada en años.
Con Chelo, empezamos a buscar un modelo juvenil para mandarlo hacer con una modista, una vez que hubiéramos decidido el tipo de tela conveniente, pero los modelos que teníamos, eran impropios para una jovencita.
En esos días, sin avisar, llegó Eduardo con un joven al que nos presentó como Enrique, su primo, hijo de su tía Tilo. Era un joven alto, moreno, que se veía más grande que mi hijo, quizá porque usaba bigote y el cual, viéndolo bien, tenía un gran parecido con su padre. Se habían conocido casualmente en la estación de Durango, y Enrique le había dicho que era idéntico a su tío Gerardo Mondragón y así se identificaron.
Lo había comentado con Lucha, su hermana, y ahora ella le había pedido que nos llevara una seda azul y unas zapatillas con traba y tacón, del mismo color que la tela, igual que un pequeño bolso del que colgaba el carnet de baile, así como un figurín con muchos modelos de dónde elegir, todo comprado en “El Palacio de Hierro” por el propio señor Perié, porque él quería que su prometida estuviera contenta, de modo que no podíamos rechazarlo.
Estos argumentos me desarmaron, porque mi primera intención fue no aceptar las dádivas de ese señor al que ni siquiera conocíamos, pensando además en el disgusto que todo ello significaría para Tilo, pero, a regañadientes, acepté, al ver la angustia de Lupita, quien se había mostrado fascinada.
Atendimos a Enrique esmerándonos y él dijo haber estado encantado de conocernos, prometiendo volver a visitarnos.
Como mi correspondencia con Lolita había sido continua, le escribí pidiéndole que recibiera a Lupita en su casa y ella misma la llevara a la boda, para que su tía Tilo no fuera a hacerle algún desaire. Me contestó que irían a la estación por mi hija, en cuanto supieran cuándo llegaba y que me despreocupara, que la niña podía quedarse el tiempo que quisiera y que ella se haría cargo de todo, como si se tratara de una de sus hijas.
Ya tranquila, me dediqué a preparar el viaje de Lupita. Compramos una maleta de cartón en la que cupiera todo lo de la boda, así como dos o tres vestiditos para los otros días y, como la invitación señalaba el día 12 de mayo de 1909, ella se fue el día 7.
Para mí fue muy dolorosa esa primera separación de mi hija.
Después de la boda me escribió, haciéndome una reseña completa de la boda: que Lucha estaba preciosa vestida de novia, que el señor Perié, a pesar de que era ya grande, era guapísimo, con unos ojos muy grandes y pestañas enormes, que la Misa fue preciosa y el Fervorín del Padre hizo llorar a todos y luego, la fiesta a la que llegó un representante del Señor Presidente Don Porfirio Días, en la que sirvieron una comida riquísima y había orquesta y habían bailado mucho. Ella también. Que todo terminó tardísimo, no sabía a qué hora, pero mucho después de las once.
Que su tía Tilo se había mostrado muy cariñosa, diciéndole  que fuera a visitarlas cuantas veces quisiera.
Al día siguiente los novios partieron en ferrocarril al puerto de Veracruz, pues aunque el señor quería ir a Europa, no tenía tiempo, porque lo habían contratado como organizador de varios eventos culturales como ópera, teatro, veladas literarias, para las fiestas del Centenario.

Muchos años después, supe que fue en el puerto donde Lucha se percató de la diferencia de edades, pues una tarde que el Sr. se quedó a escribir en el cuarto del hotel, le dijo a su esposa que bajara al malecón y que él la alcanzaría en unos minutos. Casi en seguida, se le acercó un joven muy cortés y le dijo que la había visto al llegar a la estación y luego en el hotel; que sus intenciones eran serias y que si ella lo autorizaba, hablaría de inmediato con su abuelito.
Cuando Lucha le dijo:
-      Está usted muy equivocado, caballero. El señor que me acompaña no es mi abuelito, es mi esposo.
El pobre hombre se deshizo en disculpas y suplicando mil perdones, desapareció.
Cuando llegó su esposo, la encontró de un muy mal humor, para él inexplicable.

Como Lucha le había dicho a Lupe que la esperara hasta su regreso a la Capital, me pidió permiso para quedarse con Lolita unos días más, que acabaron prolongándose por más de un mes, por lo que me vi abrumada por atender la casa, a los niños y cumplir un poco mi compromiso con Chelo.
Cuando por fin regresó, era otra: traía puesto su corset. Vestida con un traje azul claro de falda larga, no a media pierna como correspondía a su edad, botines de tacón y su bolso de mano. Además, se había deshecho de su maleta de cartón y traía una muy elegante de mimbre; en fin, mi niña se había quedado en la Capital y había llegado una señorita emperifollada que me resultaba desconocida y me intimidaba.
Sé que le costó mucho readaptarse a nuestra forma de vida, pues no había día que no hablara de las cosas de que carecíamos, presionándome para que fuéramos comprando lo necesario para mejorar nuestra casa y aún nuestra comida.
Para lograr algo de eso, se esforzó en mejorar sus bordados, y eran tan finos, que yo dejé la hilaza fina y empecé a usar el hilo de seda para las puntas de sus toallas, fundas y carpetas.
La clientela de Chelo supo valorar estas prendas preciosas y, poco a poco, pudimos cumplir algunos de sus deseos.
Pasamos la cama de Eduardo, que ya venía muy poco, a la pieza del fondo, y, en abonos, compramos un silloncito de bejuco para dos personas y cuatro sillas también de bejuco, que pusimos en el lugar que ocupara la cama. Del otro lado quedaron nuestra mesa y las sillas que teníamos, pero que pintamos entre todos, así como la puerta de la entrada y las tablas del baño, todo del mismo color caoba. Entre Lupe y Gerardo, con mi supuesta supervisión, levantaron un murito para la cocina y consiguieron tablas y varas para hacer mejor el gallinero, que ahora tenía tres gallinas ponedoras y un gallo, permitiéndonos comer huevo casi todos los días.
Fue pasando el tiempo, en el que Lupe se volvió muy exigente con sus hermanos para que cambiaran su comportamiento y adquirieran mejores modales, aunque yo los había educado siguiendo las reglas que había recibido en mi casa, con mis padres y hermanas, pero ahora ella había estado con los parientes que alternaban con gente de la alta sociedad mexicana, y se estaba preparando para, algún día, pertenecer a esa misma clase.
No aceptaba nuestra realidad y soñaba con carruajes de dos o tres caballos que estuvieran esperándola a las puertas de una gran mansión que sería, naturalmente, lujosísima, con enormes cortinajes de terciopelo y salones enormes en los que ofreceríamos suntuosas recepciones a las que asistirían el mismísimo Presidente Don Porfirio, con su esposa Doña Carmelita.
Yo sufría muchísimo, pues sabía que sus ambiciones se habían disparado a un plano irrealizable y que eso le estaba causando un gran dolor, pero nada podía hacer para evitarlo.
Entre tanto, en la calle, sobre todo a la salida de Misa o del Rosario, se veían grupitos de gente que hacía comentarios sobre la plebe que, en diversas partes del país, estaban armando camorras, aunque no había nada claro y eso estaba lejísimos, en el norte, así que aquí en Querétaro, no teníamos de qué preocuparnos, así lo decía la hoja semanal.
 El Imparcial hacía algún comentario, diciendo que en Sonora, había un conjunto de no más de diez desharrapados que pretendieron meterse con la gente decente, pero ya los habían arrestado.

Lucha había dado a luz una niña, Luz Eugenia, y quería que Lupita fuera a conocerla, pero estábamos tan ocupadas, que ni ella misma insistió demasiado en hacer el viaje; además, el tema principal en todas las conversaciones, era sobre los festejos del Centenario y Chelo nos había prometido tratar de conseguir, por medio de sus amistades, una invitación para algún evento en la Casa de la Corregidora.
Sorpresivamente le llegó a Chelo una invitación para  la Recepción y Baile que se verificarían el día 15 de septiembre en el Palacio de Gobierno, en la Casa de la Corregidora.
Pensamos que era una invitación personal, de modo que cuando nos dijo que ese tipo de invitaciones eran familiares y que nosotros éramos su única familia, no pudimos contener los gritos de alegría y nos propusimos esforzarnos al máximo para poder asistir.
Empezó un trajín enorme porque tuve que hacer un trajecito para Gerardo, un vestido para Conchita y otro para mí, aunque yo no era muy competente en confecciones, pero la ropa de mis hijos siempre la había hecho y no podía pagar una modista. Lupita llevaría el vestido de la boda de Lucha.
Chelo me ayudó con los gastos y todo estuvo dispuesto para el gran día.
-      Y es ahí donde aparezco.
-      Efectivamente, Miguel, fue allí en donde usted se apareció para formar parte de nuestras vidas.

-      Sí Conchita, yo había sido enviado como Revisor de Correos, por lo que se consideraba que tenía una representación importante, cosa que no era verdad, pero como huésped de Querétaro, fui invitado al Palacio de Gobierno, sin imaginar que hallaría mi destino.

-      Al pedirme autorización para poner su nombre para todos los bailes, en el carnet de Lupita, agradecí su atención, aunque me pareció que se precipitaba, sin haber bailado antes con ella, sin embargo, acepté. Yo también tuve oportunidad, como Chelo, de bailar con algunos de los caballeros, de modo que todos disfrutamos mucho, inclusive los niños, que al principio estaban asustados y no se separaban de mí, pero viendo a otros niños jugar y corretear por pasillos y escaleras, pronto fueron a jugar con ellos.

-      Yo nunca había tenido oportunidad de estar en una ceremonia del 15 de Septiembre, por lo que para mí fue muy impactante la solemnidad con que el representante del Presidente Porfirio Díaz, dio su mensaje, e hizo tañer la campana, pero por lo que bendije al cielo, fue por haber encontrado a Lupina.

-      Recuerdo que el día 16, a las cuatro de la tarde, usted se presentó, en nuestra casa, como lo había prometido la víspera, para hablar sobre sus pretensiones con mi hija.

-      Yo tenía que explicarle que estaba de paso por Querétaro, pero que mis intenciones eran serias, con fines matrimoniales, aunque de momento no podía fijar una fecha exacta, porque mi sueldo era reducido, pero que en unos días iría con mi madre y que las visitaría tan frecuentemente como pudiera, pero manteniendo correspondencia con Lupina.

En ese momento, no pude hablarle de quién era yo, pero ahora puedo decirle que mi madre, Remedios Pérez Turrent, a quien usted conoció, fue heredera de una gran fortuna, que desgraciada o afortunadamente, nunca llegó a sus manos…
…CONTINUARÁ                
MAESTRA LAURA MARTHA CHÁVEZ CARRIÓN.