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miércoles, 6 de junio de 2012

NOVELA EN LINEA 17

…Eduardo mi hijo, a quien ya casi no veíamos pues aunque nunca hablamos de ello, estaba deteriorado por el alcohol y evitaba darme la cara, pero era evidente que quien había influido en él había sido su primo Enrique, del que hablaba constantemente con una gran admiración, catalogándolo como mundano y elegante, cuando supo que regresábamos a la capital, nos consiguió un vivienda de dos cuartos , cocina grande y baño, en la calle de José Joaquín Herrera # 33.
No había más que ocho viviendas, ocupadas por gente “decente”, aunque, como nosotros, pobres de solemnidad.
Pronto hicimos amistad con algunas de las vecinas y sus familias, pues como el patio era muy agradable con mosaicos azules en las paredes, algunas de nosotras salíamos a sentarnos a conversar por las tardes y cosíamos o tejíamos, mientras los muchachos correteaban por ahí  y se podía convivir.
Conchita asistía a la escuela de una señorita Cortina y Gerardo se había apuntado en la Escuela de Artes y Oficios, porque su sueño era ser pintor. Lupita se ocupaba de preparar las “donas” para su boda y yo seguía con mi crochet que esperaba colocar en alguna mercería. Sobrevivíamos con lo que Eduardo me daba, pues su sueldo había mejorado, sin embargo nuestras carencias eran graves.
Fue así que pasó el tiempo: llegó la Revolución y fueron las angustias para conseguir comida. En nuestra vecindad se formó una unión muy grande y, quien tuviera algo, lo compartía con los demás, como cuando usted llegaba con arroz, frijol o garbanzo, o Eduardo con café, azúcar o carbón.
Lo mismo hacían con nosotros; las vecinas nos convidaban pan, leche, masa, lo que consiguieran, porque si alguien decía que estaban vendiendo pan a unas diez calles de distancia, no faltaba quien saliera corriendo con las pocas monedas que podíamos reunir, para tener el pan que compartíamos. Por eso la miseria fue llevadera. Teníamos una verdadera fraternidad.
-Sí, Conchita. Fue una época durísima para todos: los que participaron en la lucha y los que nos tuvimos que quedar a esperar los resultados. ¡Cuántos de nosotros no habríamos querido participar en la lucha armada! Desgraciadamente los compromisos familiares nos lo impidieron, sin embargo, muchos que sí pudieron ir, como mi amigo Luis Ponce, regresaron profundamente decepcionados, porque al fin y al cabo, sólo los “Generales” lograron algo; el pueblo que luchó, que murió o quedó lisiado, no tuvo más consuelo que volver a su pueblo, algunos en petate, otros con una rama de árbol como muleta o cargado por los amigos, a enfrentarse con la miseria de siempre, aunque la mayoría había quedado sembrada en los campos de batalla, sin siquiera un “Jesús te ayude”.
Los que nos quedamos, padecimos el hambre y las peores necesidades. Mi madre se quedó sin clientela y tuvo que ofrecerse para remendar la ropa, con tal de tener algunas monedas y el mísero sueldo que yo ganaba en el Despacho, no alcanzaba para nada. Cuando había la oportunidad de comprar algo, lo compartíamos con ustedes, pero era tan poco...
-          Nunca fue poco, Miguel. ¡Cuántas veces pudimos comer con lo que usted nos llevaba! Aunque nunca nos frecuentamos, yo viví siempre agradecida con Remeditos.
Desgraciadamente, nuestra relativa tranquilidad se acabó por el temblor que hubo en esas fechas: las paredes de la vecindad se cuartearon y tuvimos que buscar otra casa, aunque nadie quería irse y aguantamos la amenaza de desplome de los techos hasta que nos sacaron casi por la fuerza.
No encontramos más que una accesoria en la calle de San Sebastián, con un cuartito atrás y un bañito muy pequeño en una azotehuela que adaptamos como cocina.
¡Todavía faltaba tanto dolor!…
Conchita, cuando terminó el cuarto año, no quiso seguir en la escuela y la metí a La Amiga, porque ahí enseñaban a las niñas corte y confección y les daban clases de cocina.
Gerardo siguió en la escuela de Artes y Oficios, se hizo amigo de unos gemelos, los Valdés, y después de las clases iba a la casa de ellos a jugar. Me hablaba de esa familia: el papá había muerto en la Decena Trágica, la mamá tenía dinero, así es que los hijos, dos muchachitas mayores a los gemelos y ellos, no carecían de lo necesario. Tenían una casa con un patio grande en el que los muchachos podían jugar a la pelota, y parecía que todo iba bien, pero antes de que cumpliera los 17 años, una tarde lo llevó en la espalda un cargador: iba perdido de borracho. Todo el dolor del mudo se me vino encima, No me enojé, lo único que pude hacer fue llorar con mis dos hijas mientras lo lavaba y lo cambiaba; Lupita le preparó café que le dimos entre Conchita y yo, porque no quería tomarlo. Velamos llorando toda la noche, para no dejarlo levantarse. Cuando al fín se quedó profundamente dormido, estaba amaneciendo.
Al día siguiente, cuando despertó, estaba sorprendido y asustado, pues al parecer no recordaba qué había pasado.
Cuando le dije cómo había llegado a la casa, dijo que no recordaba más que habían jugado y, como tenían sed, doña Sara le dio un  vaso de agua fresca y sus amigos fueron a la cocina a tomar agua del filtro de barro; como se sintió raro, dijo que ya se iba a la casa, pero la señora le dijo que esperara   un poco y que ya no recordaba nada más.
Ese día no pudo ir a la escuela porque seguía sintiéndose muy mal. Yo dije que quizá se habría resfriado y empecé a darle tizanas, aunque sabía perfectamente que lo habían emborrachado; pero aparte de su malestar, él estaba profundamente apenado con nosotras.
Dos o tres días después fue a la escuela y noté que se sentía a disgusto: casi no hablaba y no lo volví a oír cantar: mi niño, el que alegraba la casa y hacía cantar a sus hermanas, había enmudecido y, como confirmé después, fue para siempre. ¡La alegría se nos había ido!
Pasaron tres o cuatro semanas y un día me dijo que no le diera para las planillas del tranvía porque ya no iría a la escuela: que había encontrado un trabajo en una ferretería, pero que el dueño quería hablar conmigo. Cuando traté de convencerlo de que lo suyo era la pintura, se puso a llorar como un niño, diciéndome que no quería perder la oportunidad de trabajar, que lo acompañara, que me lo pedía por favor. Y ahí fui.
El dueño de la ferretería era un señor muy amable y me dijo que quería saber si Gerardo sería formal, porque muchos chiquillos ya lo habían plantado; que mi hijo le parecía un niño decente que merecería otro tipo de trabajo, porque él sólo podía ofrecerle en la bodega del almacén, con un pago muy pobre. Ahí todavía traté de convencer a mi hijo de que siguiera en la escuela, pero se aferró a su idea y no hubo más remedio que dejarlo trabajar.
A partir de ese día, cumplió religiosamente con su trabajo, pero al llegar a la casa lloraba inconteniblemente, sin que yo lograra saber el motivo.
Al cabo de poco tiempo, una mañana  tocaron a la puerta. Abrió Lupita y oí que me buscaba una señora Sara.
Era una mujer de poco más de 40 años, de pelo castaño, no muy delgada, e iba acompañada de una joven como de 18 años a la que me presentó como su hija.
Me dijo que iba a tener un hijo de Gerardo y que iba a exigir que se casara con ella.
Fue tal la impresión que creí que iba a desmayarme, sin embargo, le dije que cómo se atrevía  a exigir algo, cuando era evidente que ella lo habría seducido, porque él era todavía un niño y en cambio, ella era una mujer madura que lo había emborrachado para  aprovecharse de su inocencia. Naturalmente gritó que había sido al contrario, que él se había valido de sus hijos para llegar a ella para satisfacer sus instintos. ¡Todavía no sé cómo no la golpeé! Pero sí la corrí de mi casa, diciéndole:
-          ¿Qué no se da cuenta de que él es un niño y usted es una vieja?
Mírese al espejo, él va a encontrar una mujer de su edad y no volverá a acordarse de que usted existe. Debía darle vergüenza andar seduciendo a niños a los que al menos, les triplica la edad. . .
No sé qué más le dije, pero cuando se fue, yo caí en un mar de lágrimas.
Cuando Gerardo volvió del trabajo y se enteró, también se puso a llorar desconsoladamente, pero nos dijo que nunca dejaría a un hijo sin padre, como su propio padre había hecho.
No pudimos convencerlo de que sería un suicidio casarse con esa mujer, pero nos dijo que desde que ella fue a buscarlo a la escuela, había sabido que debía casarse; fue por eso que buscó un trabajo.
Supimos entonces que si iba a esa casa, era porque le gustaba Tina, la hija menor de la mujer, pero que efectivamente, el día que lo emborrachó o lo drogó, lo sedujo.
A partir de entonces todo fue llanto en la casa: sus hermanas, como él y yo, estaban profundamente tristes.
-Sí Conchita, yo recuerdo que había una gran amargura en su casa, pero ustedes no me dijeron la causa, hasta el día de la boda de Gerardo. Llegamos a la Capilla de San Antonio a Misa de 7, como nos habían dicho, pero no había gente, sólo estaban ustedes cuatro y nosotros tres. Cuando vimos a una mujerona que iba acompañada de dos jovencitas y dos niños, supusimos que una de las hijas sería la novia, de modo que la sorpresa fue enorme, pero naturalmente, nada comentamos aunque yo comprendí el porqué Gerardo había dejado de ser el niño alegre y parlanchín que había sido y por qué ustedes estaban siempre llorosas.
-Después de la boda empezó el verdadero calvario: mi hijo nos visitaba una vez a la semana, pues su mujer le tenía prohibido hacerlo, sin embargo, el día que salía más temprano del trabajo, pasaba a vernos, aunque no hablaba de su relación, más bien hablaba de su trabajo: lo habían ascendido y ya no trabajaba en la bodega, sino en el almacén, atendiendo a los clientes.
Pronto nos dimos cuenta de que estaba adelgazando mucho, pero lo atribuimos a la situación. Me rogó que buscara a Beatricita para que atendiera a su mujer, pero cuando fui a su casa a buscarla, salió una persona desconocida y me dijo que no conocía a ninguna doctora, que hacía poco ocupaba esa vivienda.
Esperé a la portera y ella me enteró de que Beatricita tenía más de un año de muerta: un día habían ido por ella para  que atendiera a una paciente en unos baños públicos porque se le había adelantado el parto, pero al llegar, como había agua en el piso, se resbaló y se pegó en la cabeza y allí quedó muerta.
Esto para mí, fue otra hecatombe. Ya no pregunté más detalles y ni siquiera indagué por su tumba. ¡Iba de golpe a golpe!
Naturalmente, nos desentendimos de la mujer y cuando Gerardo nos avisó que había nacido un varón, le dije que iba a esperar a que pudiera llevarlo a la casa para conocerlo, pues no quería volver a verla. Lo llevó cuando ya tenía poco más de dos meses, para pedirle a Lupe que fuera la madrina.
Era un niño hermoso, con una piel blanquísima, ojos verde-gris y el poco pelo que tenía era rubio. Sin embargo, nunca pude quererlo como debía, ni siquiera cuando creció y convertido en un hombre guapísimo, nos buscó, pues Lupe sí lo vio con alguna frecuencia, pero Conchita y yo, no. Se llamó Guillermo Mondragón.
Gerardo iba de mal en peor; empezó a quejarse de dolores de estómago que se le agudizaban después de comer, por lo que comía muy poco. Cuando sabía que iría a vernos, yo le preparaba algo que sabía que le gustaba, sin embargo, apenas si probaba la comida, pues de inmediato le daban dolores muy fuertes.
Consulté con el boticario y le recetó unos polvos que no le hicieron nada. Las hierberas me dieron diferentes plantas y algunas mezclas, sin que él mejorara.
Guillermo tenía dos años y meses cuando Gerardo ya no pudo ir a trabajar por los terribles dolores que tenía, ahora con frecuentes vómitos.
Desesperada, recurrí a una bruja que me dijo que un día que él estuviera en la casa, iría para decirme lo que tenía y qué tan grave era. Así lo hicimos y ella encendió lumbre en un anafre, y directamente puso a tostar varios chiles secos. No se hizo una gran humareda como creímos: los chiles parecían retorcerse en el fuego, como si estuvieran buscando acomodo y de pronto, apareció muy bien definida, la cara de Sara entre las brasas. Las tres pudimos verla claramente y Conchita gritó: -“¡Es Sara”!, lo que hizo que Gerardo, que dormía en la otra pieza, despertara y se diera cuenta de todo. Fue una visión fugaz, porque la lumbre se apagó en seguida.
-Ya sabe usted quién le ha hecho el daño, pero desgraciadamente no puedo hacer nada por él; ya vio  qué pronto se apagó la lumbre. Eso es señal de que su fin está próximo. Ya no tiene cura.
En menos de una semana, Gerardo estaba muerto.
-Recuerdo perfectamente ese tristísimo velorio, en el que me dijeron que no tomara el café que estaban dando, cosa que me pareció muy extraña, porque la costumbre era tomar café en los velorios para aguantar la desvelada.
-La criada de Sara fue a avisarnos de la muerte de Gerardo, y nos fuimos de regreso con ella. En el camino, llorando, nos dijo:
-“Pobre niño Gerardo, tan bueno que era. Yo le dije a la señora Sara que tuviera cuidado con tantas yerbas, porque lo mismo que curan, matan. Y ya ve… Tantas tizanas mezcladas con quien sabe qué gotas y hervidas hasta con sus horquillas y sólo Dios sabe qué otras porquerías, acabaron matándolo. Pero como tenía tanto miedo de que se fuera a enamorar de otra y la dejara…”
-Fue por eso que le dijimos que no tomara el café. Si había sido capaz de matar a quien quería, qué podíamos esperar los que sabíamos que nos odiaba.
Me arrepentí entonces de haberle dicho que mi hijo acabaría dejándola. Si no lo hubiera hecho, no habría matado a mi Gerardo.
-Lo que me extraña es que usted, siendo tan católica, hubiera recurrido a una bruja.
-Efectivamente, yo no creía en eso. Fue la desesperación de ver cómo mi hijo se consumía lo que me hizo recurrir a ella, pensando que quizá podría curarlo. No fue así. Pero después de esa experiencia, no volví a dudar de la brujería.
Además ¡a qué no recurre una madre en casos desesperados!
-Cuando Lupina me lo contó, también dudé, pero el tiempo me demostró que estaba equivocado. Que la brujería realmente existe, aunque son pocas las personas que saben aplicarla.
-Más tarde vino su boda. . .

-Sí, por fin pudimos casarnos. . .
Yo seguía trabajando con los abogados; un día me llamó el señor Esquivel para decirme que solicitaban un Tenedor de Libros en una hacienda del Estado de Hidalgo, que si me interesaba, me pusiera en contacto con el administrador, un señor Anaya. Le mandé un telegrama y él me contestó igual, para decirme que estaba el puesto de Tenedor de Libros y que me daban casa y comida para mi familia. Al responderle que estaba por casarme, me mandó decir que me esperaría y que si llevaba a mi esposa, ella podría hacerse cargo de la casa en la hacienda, porque los dueños habían muerto y todo estaba muy abandonado.
-A nosotras nos pareció muy bien y yo comprendí que era la ocasión para que al fin se pudieran casar. Lupita se emocionó al saber que iba a estar en una verdadera hacienda y todos colaboramos para que se pudiera realizar su boda, principalmente Remeditos y Ceci, quienes se encargaron no sólo de vestir a Lupita, sino también a Conchita y a mí.
- Lupina y yo habíamos planeado casarnos en la Iglesia de Loreto, pero resultó muy cara, por eso lo hicimos en la Capilla de San Sebastián; lo que sí me exigieron Lupina y mi mamá fue que tuviéramos el retrato de novios: uno en el que yo estaba sentado en un sillón, con mis no muy grandes bigotes engomados y con la pierna cruzada, con mi flamante esposa de pie, junto a mí, posando la mano izquierda en mi hombro, sosteniendo con la derecha su ramo de azahares. En la otra foto, ella estaba sola, de pie, luciendo su vestido de novia, su señorío y toda su belleza.

Después tuvimos la clásica comida de bodas que Ud. había preparado y que todavía saboreo: el arroz rojo con chícharos, el mole de guajolote rociado de ajonjolí y los imperdonables frijoles refritos, y los pocos invitados que tuvimos también la disfrutaron mucho.
-Efectivamente fueron muy pocos invitados: de nuestra parte, mi hijo Eduardo y su nueva mujer, Elvira, así como Lucha que llevó a su hijito Julio Luis, con su esposo, Don Julio Perié, al que por fin conocí y que me pareció que a pesar de ser muy grande, era un caballero guapo y distinguido. Desgraciadamente habían perdido a su primera hija, quien tenía poco tiempo de haber fallecido de neumonía. Lupita me había platicado del terrible dolor  que hubo en esa familia.
-Sin embargo, ese día todos estuvimos muy contentos. Mis mejores amigos me acompañaron: El señor Hinojosa con su esposa, la señora Emilia, Luis Ponce quien se quedaría en mi lugar con los abogados, Octavio Medina, Pepe Alcocer y el señor Esquivel; desafortunadamente el Sr. Brambila, mi buen amigo, había fallecido en la Decena Trágica y lo último que supe fue que, de acuerdo a los estatutos del Correo, le habían dado oportunidad a la más pequeña de sus hijas para que se ocupara de la venta de estampillas. Esta muchachita tenía 13 años, pero como era alta y robusta como su padre, dijo que iba a cumplir 18 y logró que le dieran el trabajo. Yo la vi una sola vez…
Continuara…
Maestra Laura Martha Chávez Carrión