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martes, 19 de julio de 2011

NOVELA EN LÍNEA PARTE 8


EL REENCUENTRO PARTE 8

…Como no podía mandarlo a la escuela, lo metí a trabajar en un estanquillo para que ayudara a la dueña limpiando el mostrador o haciendo mandados, pero el marido de ella, un mantenido, se pasaba sentado todo el día fumando. No sé si fue él quien lo enseñó, pero el caso es que Eduardo empezó con el cigarro, y de lo poco que ganaba, sacaba para el vicio, de modo que me daba unos cuantos centavos que de ninguna manera aliviaban nuestra miseria.
Pronto le pedí a la Señorita Anita que admitiera en su escuela a Lupita, así la niña aprendería a escribir y yo podría ir a vender más fácilmente. Al terminar sus clases, Lupe se iba a la casa, prendía la lumbre y hacía algo para la comida, pero si desgraciadamente Eduardo llegaba antes que yo, ella corría a refugiarse en la casa de la portera y le ayudaba a hacer cualquier cosa, con tal de no estar con su hermano.
Era una niña muy callada y generalmente se sentaba en algún rincón a jugar con las muñecas de trapo que hacíamos entre las dos; hablaba con ellas, pero siempre en voz muy baja, cuchicheando, porque nunca se atrevía a levantar la voz. Sólo canturreaba cuando arrullaba a sus muñecas. Era, como decíamos entonces, una niña muy corta que, cuando veíamos en la calle a alguna señora conocida, se escondía detrás de mí y no saludaba ni se despegaba, aunque le hablaran y le dijeran que estaba muy bonita. Como decía Anita su profesora, era una niña triste.
Poco después de que Eduardo cumpliera los 14 años, sin avisar siquiera, llegó su padre. Ya había asegurado el trabajo para su hijo.
Su amigo había hablado con no sé quién de Nonoalco para que admitiera a “su muchacho” como ayudante de fogonero.
Yo sentí que las piernas se me doblaban por la impresión, sin embargo, mi hijo se mostró encantado con la novedad.
Pasó ese fin de semana entre mis ruegos y lágrimas para que no lo llevara, pero él me ignoró e hizo burla con Eduardo de mis aprensiones.
El lunes muy temprano, fueron a Nonoalco y Gerardo regresó solo, diciéndome que  mi hijo sí iba a ser ayudante de fogonero, pero que sólo con el maquinista que movía las máquinas de patio,  que como era aprendiz, faltaba mucho para que saliera en alguna corrida, así que trabajaría de ocho a cinco y que iría a comer a la casa, pero que tendría que prepararle un itacate en la mañana para que almorzara.
Le iban a dar dos overoles y los lunes tenía que ir con uno limpio. El sueldo, como siempre, unos cuantos centavos.
Esa tarde Gerardo llegó feliz, con su gorra de ferrocarrilero y un overol  todo sucio que me dio para que se lo lavara, porque ya traía el otro que se pondría al día siguiente.
Siempre le gustó andar muy limpio, pues yo los había acostumbrado a que en su casa había miseria, pero no mugre. Como diría Mamá Merche: - “El lujo de los pobres es la limpieza”.
Naturalmente, el trabajo se me había multiplicado.
Después de comprobar que su hijo estaba muy contento en su nuevo trabajo, pasados unos días, Gerardo regresó a Veracruz y, poco después, yo me di cuenta de un nuevo embarazo. Sentí verdadero pánico: ya tenía mi chamaco de 14 años, mi niña de casi 7, Gerardito de menos de 2, y ahora tendría que batallar nuevamente con un chiquito de brazos. ¿Cómo iba a poder trabajar? ¿Quién nos daría de comer?
Nuevamente recurrí a Beatricita, con la esperanza de que me diera algo para evitar al niño, pero cuando le pregunté al respecto, se puso muy seria y me dijo que ella había estudiado para procurar la vida, no para quitarla y que si yo hacía algo, sería por mi cuenta y riesgo y que podía olvidarme de ella para siempre.
-          ¿Sabes la cantidad de mujeres que mueren desangradas por tomar bebedizos hechos con hierbas? En los mercados puedes conseguir lo que sea, pero nadie te asegura que no vas a tener una hemorragia que sería mortal ¿Qué sería entonces de tus hijos? ¿Crees que su padre se haría cargo? Piénsalo y tú decides.
No tuve que pensarlo. Si teniendo a su madre sufrían tal miseria, qué sería de ellos estando solos. Ni pidiendo limosna podrían sobrevivir. Y entonces sí, Eduardo podría llegar a matar a Lupita.
Y en medio de estos tormentos y amarguras, nació Conchita.

Nuevamente Beatricita fue mi tabla de salvación; me atendió en el parto sin cobrarme nada, ni siquiera el alcohol, pero además, fue la madrina de la niña que, según me dijo ella misma, era una “gringuita” igualita a mí, pues era rubia, de piel blanquísima azulada y ojos verdes;  además, cuando tenía tiempo de visitarnos, llegaba con regalos y comida.
Sus visitas no eran muy frecuentes: se había casado con un médico, compañero de ella en la escuela, pero que no tenía clientela, por lo que acabó manteniéndolo así como a los dos hijos que procrearon, eso hizo que sus visitas fueran escaseando más y más.
A Gerardo mi marido, no le volví a escribir, de modo que nunca le hablé del nacimiento de Conchita. ¡Para qué! Nunca me había respondido cuando nacieron mis otros hijos, menos lo haría ahora que había nacido otra mujercita.
Con mi nueva niña, estaba muy limitada para buscar clientes, pues las señoras que me compraban en Loreto, no querían más mercancía, sus hijos habían crecido y no necesitaban ya  camisitas, chambritas o zapatitos tejidos.
Otra de las señoras que vendía en Loreto, me dijo que habría que ir hasta la Catedral, para buscar nueva clientela, pero yo no podía moverme hasta allá cargando a Conchita y llevando de la mano a Gerardito. Además, estaba cansada: tenía que comprar la comida,   acabar de hacerla, atender a los niños,  tejer, preparar el itacate para Eduardo y lavar los overoles tallándoles las manchas de aceite con lejía.
No tuve más remedio que  decirle a Lupita que diera las gracias a la señorita Anita, que ya no podría ir a la escuela, porque tenía que quedarse a cuidar a Gerardo, de tres años y a Conchita  de seis meses.  La niña lloró muchísimo y a mí me partió el corazón, pero no teníamos otra salida.
Al día siguiente, llorando amargamente, fue a darle las gracias a su profesora y cuando regresó, no había nada que la consolara. Al rato llegó Anita para decirme que no debía sacarla de la escuela, que era muy lista y muy empeñosa y que apenas empezaba el segundo ciclo, que correspondía al tercer año y ella ya leía y escribía de corrido. Tuve que explicarle lo terrible de mi situación, para que comprendiera que no era por ser niña que la tenía que dejar sin estudios. A lo que me comprometí fue a mandarla los viernes en la tarde a unas clases de bordado que iba a dar otra señorita, que ya estaba enseñando en las mañanas y a Lupita le gustaba mucho.
-          Sí. Siempre se dolió de no haber podido seguir en la escuela. Muchas veces me lo dijo.
-          A mí constantemente me lo reprochaba cuando creció. Me decía que le daba mucha vergüenza escribir porque tenía muy mala letra.
Pero lo que sí aprendió muy bien, fue a bordar. Como mis hermanas, aprendió la pintura a la aguja y el punto de sombra, además del crochet que yo le había enseñado. Se hizo tan apasionada del bordado, que se levantaba a las cuatro de la mañana y, con la luz de la vela, se ponía a bordar mientras sus hermanos dormían. Hacía toallas, fundas para almohada o carpetas, con violetas, margaritas o amapolas que copiaba del natural y les tejía su punta de crochet que yo vendía en la puerta de la Catedral.
Esto hizo mejorar mucho las ventas y nuestra situación.
Durante el día, lavaba y atendía a sus hermanitos y arreglaba la casa, aseándola lo mejor que podía. Ya no le gustaba salir para nada a la calle, sólo seguía corriendo a la portería si llagaba su hermano.
Eduardo (ya no admitía el diminutivo porque era un trabajador de los Ferrocarriles) tenía 16 años cuando el señor Esteban, su jefe, le dijo que él tenía que irse, porque lo trasladaban a la estación de Querétaro; que si yo lo autorizaba, se lo llevaría como ayudante, pero ahora ya no sería fogonero, sino guardavía, con lo que mi hijo aprendería a mover los rieles en la estación.
Otra vez sentí angustia al pensar que estaría en las vías del tren, pero don Esteban, cuando fui a verlo, me dijo que era menos peligroso que ser fogonero y que él lo cuidaría. Él pensaba que mi hijo tenía futuro en los ferrocarriles, porque sabía leer y escribir, que seguramente lo prepararían como maquinista y después lo harían Jefe de Estación, a lo que él, con sus años, no podía aspirar por no haber ido a la escuela. En cuanto a su alojamiento, me dijo que a él le iban a dar una casita cerca de la estación, para vivir con su familia y que no faltaría un lugar para mi muchacho.
Su salario no subía mucho, pero podría mandarme cada decena, algo más de lo que me había dado hasta entonces.
Que el sueldo no fallaba, porque cada diez días, el pagador, escoltado por unos soldados, viajaba en el último vagón y  la máquina se detenía cuando había que pagarle a los peones de vía, así como a los empleados de las estaciones, por pequeñas que fueran, pues mucho más en las importantes como Querétaro.
Quince días después fuimos a la estación a despedirlo y, al verlo tan contento, tuve que guardar mis lágrimas.
Los días que siguieron fueron muy tranquilos; los niños jugaban juntos y, aunque discutieran, no había violencia. Por fin se respiraba armonía en mi casa.
¡Qué triste es reconocer que un hijo, al que se quiere tanto, es capaz de romper la cordialidad y la paz de la familia!
Ya con buen ánimo, decidí que mis hermanas debían conocer a mis niños…
CONTINUARA….
MAESTRA LAURA MARTHA CHÁVEZ CARRIÓN.

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