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domingo, 18 de marzo de 2012

NOVELA EN LÍNEA 15

EL RE ENCUENTRO 15
Además la lectura me ayudó a escaparme de otros miedos: generalmente, al caer la tarde, ya que se hacía necesario encender la vela, yo veía sombras moviéndose al derredor, oía voces, aunque no entendía claramente lo que decían, pero en ocasiones escuché que me llamaban por mi nombre.
Para evitar sentir el escalofrío del miedo, procuraba leer en voz alta para darme valor, aunque algunas veces vi el brillo de unos ojos que me miraban fijamente y sentí claramente cómo la sangre se me helaba.
Fue hasta muchos años después que mamá y yo hablamos de ello; supe entonces cómo ella sentía que la jalaban, llamándola por su nombre y sus cosas se desaparecían casi ante sus ojos, para aparecer días después. El hecho de que no lo hubiéramos comentado en su momento, es prueba de lo conscientes que éramos de la imposibilidad de buscar otro sitio para vivir.
Siempre creyeron que tenía más años, porque fui alto para mi edad, inclusive, cuando Chucho la supo, me dijo:
-      Yo creí que tenías 9 o 10 años que fue cuando yo empecé a fumar. Si he sabido que tenías 7, no te habría enseñado.
En lo que no coincidimos fue en el gusto por la lectura, por lo que muchas tardes me quedaba en mi vivienda leyendo hasta que regresaba mi madre. A ella le preocupaba que prendiera la vela, por lo que había conseguido que la dejaran salir a las seis, pero muchas veces había compromisos en el taller, y tenía que quedarse. Cuando oscurecía y ella no llegaba, yo prendía la vela y la lumbre y ponía a calentar la olla del café, pero muchas veces tuve que merendar solo y acostarme a dormir, sin que ella llegara.
Las primeras veces sentía mucho miedo, miedo de prender la vela, de calentar el café, pero más que nada, de estar solo en la oscuridad. Fue ese miedo el que me hizo ser muy precavido y más aficionado a la lectura, pues si leía, a pesar de la raquítica luz de la vela, olvidaba todo por seguir las aventuras de los cuentos.
La situación económica era muy crítica en la casa. Fue en esos días que empezaron los viajes de ida y vuelta al Montepío, de las perlas Margarita, hasta que no hubo cómo recuperarlas.
No hallé la manera de consolar a mi madre ante esa pérdida, pues decía que era lo único que le había quedado de su mamá.
En realidad yo nunca supe qué tan valiosas eran; solo sé que para ella fue una de las más grandes frustraciones y para mí también.
Poco a poco, las vecinas empezaron a pedirme pequeñas ayudas, como sacar su basura, recoger alguna ropa del tendedero, cuidar su casa mientras iban a alguna parte, y me daban un tlaco. Ya no recuerdo cuantos tlacos equivalían a un centavo, pero era feliz de entregar esas pequeñas monedas a mi madre, sintiendo que estaba ya colaborando al mantenimiento de la casa.
Desde siempre, mi más profundo deseo fue quitarla de trabajar.
 La veía llegar tan cansada y angustiada, que todo lo atribuía al trabajo, sin darme cuenta de que su angustia era por mí, pues siempre tuvo miedo de un incendio provocado por un descuido, como sucedía a menudo en esa época.
Después comprendí que también le angustiaba  el saber que en esa casa había “espantos”.

Con el tiempo me acostumbré a hacer lo que las vecinas necesitaban, o iba yo mismo, en cuanto oía la campana del carretón de la basura, a tocar las puertas diciéndoles:
-¿No quiere que saque su basura?
Formaba las cubetas en la acera y cuando llegaba el carretón, el mismo carretonero me ayudaba a vaciarlas, con lo que ya tenía cuatro o cinco tlacos para mi mamá.
Un sábado, antes de que mamá se fuera a trabajar, llegó una de las vecinas, una señora que siempre me ocupaba, no sólo para su basura, sino para que le ayudara en diferentes cosas, como quitar las hojas secas a los geranios de las macetas que tenía sobre bancos de madera en la puerta de su casa, o hacía que me quedara sentado en su puerta mientras iba al tianguis, pero generalmente, por una cosa u otra, me daba mi tlaco. Le pidió  a mi mamá que me diera permiso de acompañarla al mercado para que le ayudara con la canasta, porque necesitaba comprar más de lo acostumbrado; mi madre le dijo que yo era muy chico y que no iba a poder, pero ella la convenció y fuimos al tianguis.
Aunque ya lo conocía por haber ido con Rufina y con mi mamá, ese día lo vi con diferentes ojos: descubrí que podría trabajar ahí.
Pese a su reticencia, mi madre me autorizó y desde entonces, al salir de la escuela tomaba ese rumbo, fijándome en las personas que iban de compras y me ofrecía a ayudarles; así empecé realmente a ganar algunos centavos más.
No recuerdo cuando empecé a ayudar a un “señor” joven, (del que mucho tiempo después supe que en aquella época tenía sólo 18 años, pero era tan formal y atildado, que a mí me parecía mayor), quien poco a poco se hizo mi amigo y que, cuando vio que fumaba, me regañó seriamente.
Me enteré de que había entrado a trabajar en el Palacio de Correos hacía poco tiempo; que iba a la compra porque su mamá estaba enferma y eran ellos solos, pues su padre había fallecido hacía menos de un año, dejándoles la casita que estaba muy cerca, por lo que nunca tuve que acompañarlo.
Nuestro trato fue siempre muy respetuoso, él me decía “don Miguel” y yo le decía “señor Hinojosa”. Creo que nunca supe su nombre de pila.
Trabajando de “cargador” en el tianguis, pasaron mis años de Primaria.
Tenía 11 años cuando me metí a una imprenta como ayudante de aprendiz, pero lo que realmente hacía era lavar y lavar… las letrinas, los vidrios, el piso, las máquinas, por lo que nunca supe  cómo funcionaba la imprenta. A pesar de todo, fue benéfico porque me permitió entrar a la Academia para estudiar la carrera de Tenedor de Libros. Claro que primero tenía que aprender Taquigrafía, cosa que se me dificultó mucho, pero comprobé que tenía dos ventajas sobre mis compañeros: la estatura y la afición por la lectura. Ya no leía sólo cuentos; leía todo lo que caía en mis manos. Y ahora tenía un nuevo proveedor de lujo: el señor Hinojosa, pues cuando supo que me gustaban los libros, empezó a prestarme algunos de aventuras como “Los Pardaillán”, “La Isla del Tesoro”, “El Tigre de la Malasia” y no sé cuantos más. Al saber lo que iba a estudiar, me prestó libros contables y, cuando no entendía, él me lo explicaba.
Le pareció que tenía buena letra y empezó a darme algunas hojas para que se las copiara y por cada una me daba tres centavos, por lo que dejé la imprenta para dedicarme a copiar, ya que tenía que hacerlo con mucho cuidado, pues a veces el plumil goteaba (lo que al principio me sucedió frecuentemente), o la hoja se arrugaba y todo eso eran tiempo y trabajo perdidos.


Con mi madre todo iba bien. Los días de descanso, nos dedicábamos al aseo de la vivienda, y después de comer, ella se dedicaba a coser en la máquina y a cantar mientras movía el pedal y yo cantaba con ella sus canciones preferidas: El rosal enfermo, No hagas llorar a esa mujer, Perjura, A la orilla de un palmar, Júrame y Estrellita.
Naturalmente había veces en que la hacía enojar y entonces me correteaba con su chancleta, y en cuanto me dejaba alcanzar, me daba de chancletazos aunque yo protestara diciéndole que no me pegara, que ya no era un niño. A lo que siempre me contestaba:
_ Serás un hombre, tendrás barbas y me colgaré de ellas, porque seguiré siendo tu madre.
Y siempre acabábamos riendo.
Ella decidió que yo debía estudiar canto y me hizo prometer que lo haría en cuanto fuera posible.
De pronto, las cosas cambiaron:
No sé adónde ni cuándo, conoció a un doctor Rubén Maíz, el cual habló conmigo y me dijo que querían casarse, pero que mi mamá no se decidía por temor a que me enojara y fuera a dejarla. Le contesté que cómo iba adejarla si era la única persona a la que quería y lo único que yo tenía en el mundo.
Se casaron y aunque la vida cambió, pues mamá dejó la casa de modas de la señorita Rosita y nos mudamos a una casita en la calle de Santa Ana, pues ahí estaba el hospital en que trabajaba el doctor, él era una buena persona; estoy seguro de que la quiso mucho y conmigo fue muy afectuoso y considerado, pues cuando pensaban hacer algo, pedía siempre mi opinión.
La vida se hizo mucho más holgada, lo que me permitió entrar a la clase de canto que daba el maestro Jesús Bermejo, quien había formado a grandes cantantes famosos.
Alabó la tesitura de mi voz y mi dicción, insinuando que podía dedicarme al canto, pues tuve facilidad para aprender el italiano y el francés de las partituras de las arias. Con lo que nunca pude fue con el alemán, pero me las ingenié para interpretar algunas cantatas o “lieders”.
Como cada año, organizó la presentación al público de los mejores alumnos en el Teatro Nacional.
Después de mis dos años de estudios, también fui seleccionado: sabía de memoria lo que me correspondía, sin necesidad de leer las notas, me sentía muy seguro, pero al entrar al escenario, con todas las luces sobre mí y la oscuridad del resto del teatro, el miedo me invadió y tuve dos o  tres errores.
Fui descalificado y el maestro me explicó que lo que tenía era
pánico escénico, que a muchos de los grandes cantantes les había ocurrido y que estaba seguro que al año siguiente lo habría superado. Yo le aclaré que seguiría con sus clases porque a mí me gustaba la ópera. Pero que nunca más subiría a un escenario a cantar, como fue.
Al maestro Bermejo le debo el haber conocido lo maravilloso de la música y el haber disfrutado de las voces extraordinarias de los más destacados cantantes, pero nada comparable a la emoción indescriptible de haber escuchado en vivo a Enrico Caruso desde la galería del Teatro Nacional, en su interpretación de “Una furtiva lágrima” cuando vino a México.
ENRICO CARUSO
Esto me llevó a comprar un fonógrafo y algunos discos de Caruso, aunque agudizaba mucho las voces, me duró mucho tiempo.
Muy a mi pesar, tuve que abandonar mis estudios de canto, aunque no la práctica, porque seguí cantando hasta quedar imposibilitado.
Había nacido mi hermanita Cecilia cuando yo tenía trece años, y fue el segundo gran amor de mi vida. Siempre fue muy bajita y endeble, lo que la hacía parecer desvalida y despertó en mí el impulso de protegerla siempre, pero a su tiempo demostró una gran entereza y fuerza de carácter. También para ella, su debilidad fuimos mamá Remeditos y yo.
Siendo Cecilia muy pequeña (dos o tres años), le avisaron a mi madre que el doctor Maíz había sufrido un ataque al corazón y que estaba grave, aunque los médicos del hospital lo estaban atendiendo y ella salió corriendo a verlo.
Cuando regresó, no tuve que preguntarle nada: supe que el doctor había muerto.
El velorio fue en la casa, pero no pude acompañarla al entierro porque tenía que cuidar a la niña, pues aunque algunas señoras, esposas de los médicos, se ofrecieron a cuidarla, ella no aceptó.
Nuevamente el mundo se vino encima: ella no tenía trabajo y lo que yo ganaba copiando documentos, no era nada.
Felizmente recibió del hospital algún dinero, además de lo que su marido tenía ahorrado; con eso pasamos un corto tiempo.
De inmediato mandó hacer una placa en que se anunciaba como “Modista de Alta Costura”, pero pasaban los días y no aparecía ninguna señora interesada.
Yo dejé mis clases de canto y la Academia de Comercio, pues ya no podía pagarlas y además, tendría que esforzarme más en las copias.
Cuando por fin apareció la primera señora fue día de fiesta para nosotros, aunque sabíamos que no era suficiente con una sola clienta.
Nuevamente apareció mi Angel Guardián, el señor Hinojosa, con quien la amistad se había estrechado.
Hacía poco se había casado y  nos había invitado a su boda, a la que todavía asistió el doctor Rubén. Su mamá era una señora muy dulce y bondadosa que nos recibió como si fuéramos de su familia y en cuanto a su esposa, la señora Emilia, siempre demostró gran interés y afecto por nosotros.
Los tres nos acompañaron cuando murió el doctor y en el novenario de rosarios.
Un día fue a vernos el señor Hinojosa para proponernos un trabajo para mí.
-      Se trata de una cosa muy humilde, porque no hay sueldo, pero en el Palacio de Correos hay algunos muchachos que trabajan de mensajeros entre las oficinas y los empleados les dan algunos centavos. No se trata de mozos, porque ellos sí van a la calle a comprar lo que se les pide, pero los mensajeritos sólo van de una oficina a otra. Esto es bueno porque con el tiempo, si se da a conocer, don Miguel puede tener un empleo ahí mismo, máxime si saben que está estudiando  Teneduría de Libros.
 Para poder ir bien presentado, mi mamá me arregló un traje y una camisa del doctor Rubén, también usé una de sus corbatas y una cachucha de paño, a la que hubo que córrele un ojillo porque me quedaba grande. En aquella época un caballero debía andar con la cabeza cubierta.
Después usaría su sombrero Tardán, hasta que pude comprarme uno en la misma tienda.
 Continuará…
Maestra Laura Martha Chávez Carrión.

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