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domingo, 12 de agosto de 2012

NOVELA EN LINEA 18

EL RE ENCUENTRO 18
…Al día siguiente Lupina y yo nos fuimos al Estado de Hidalgo a la hacienda de Ñandhó, que estaba un tanto aislada, pues para llegar había que atravesar el río por un puente colgante; nos habían llevado caballos, pero como Lupina no sabía montar, pretendí llevarla en el mío, a lo que se negó, por lo que tuvimos que pasarlo a pie, aunque hubo tramos que le provocaron tanto miedo, que prefirió hacerlos de rodillas.
Entonces me angustió pensar en que la estaba condenando a una soledad absoluta.
La hacienda era agradable: una gran barda de gruesos muros la rodeaba, con su enorme portón en el centro por el que entraban carretas, carretones, caballos y toda clase de ganado. Del lado izquierdo podía verse el galerón que ocupaban los peones, seguido de las caballerizas. Del lado derecho estaban otros galerones con utensilios de labranza, de aseo y otros menesteres. Al frente estaba propiamente el casco, la casa principal en dos plantas; en la planta baja, del lado izquierdo. Separado por un corredor, se hallaba el despacho, que sería mi lugar de trabajo; en seguida estaba la casa en sí, con varios cuartos que se asignaban a los comerciantes que acudían a comprar maíz, frijol, garbanzo o algo más de lo que producía la tierra, que no era mucho desde que los revolucionarios la saquearon y si no la quemaron, fue porque no hallaron hacendados ricos a quienes sacar dinero, pero sí la habían devastado.
Todo esto nos lo explicó el señor Anaya que nos había esperado en el portón; era un hombre bajo de estatura, fornido, con las piernas arqueadas y cojeaba por haber recibido una bala en la pierna derecha cuando habían entrado los revolucionarios, que según él, no eran más que forajidos de la región que habían aprovechado “la Bola” para poder cometer sus fechorías. Era un hombre de ademanes muy expresivos, con una mirada intensa de sus ojos hundidos y tenía un ralo bigote gris que contrastaba con su abundante pelo negro, siempre cubierto con un sombrero de palma de ala ancha. El problema que tenía era que estaba totalmente sordo, por lo que había que gritarle, pese al cuerno que usaba para oír.
El señor Anaya, don Pachito, como lo nombraban los peones, nos guió por el resto de la casa: después de otro corredor del lado derecho, había un galerón que servía de comedor para los marchantes que en algún momento fueron muchos en la época de esplendor de la hacienda, pero que ahora escaseaban debido a la poca producción que había, porque ni siquiera tenía suficientes peones, ni vaqueros, ni caballerangos, sin embargo, ahí se servía la comida, pues junto estaba la gran cocina en la que estaban trajinando cinco o seis mujeres.
Junto había también cuartos en los que se quedaban algunos de los arrieros que iban por su cuenta a hacer pequeñas compras.
Pasamos después a la parte alta. La escalera llevaba a un corredor amplio que tenía una baranda muy bonita rematada con un barandal de hierro forjado traído de Alemania, según nos dijo nuestro guía, con maceteros en los que había pocas macetas con plantas bastante descuidadas, por lo que dijo a Lupina:
-Aquí, señora, podrá usted tener todas las flores que quiera.
Este comentario pareció alegrarla un poco, pues no había mostrado mucho entusiasmo desde que llegamos.
Pasamos a ver la que sería nuestra recámara, que era un cuarto muy amplio, con una ventana y una puerta que daban al corredor lateral en el que se hallaba el baño, y con todo lo necesario: cama matrimonial, ropero de dos lunas, una cajonera, un tocador con espejo central y dos laterales, con su banco, una mesita redonda con dos sillas y un aguamanil. En cada mueble había candeleros con sus velas y sus grandes cajas de cerillos.
Como ésta, había varias recámaras, todas con muebles muy finos traídos de Francia, según el señor Anaya.
Pasamos en seguida a ver lo que habían sido las habitaciones de los fallecidos dueños, de los que un abogado de la capital estaba buscando herederos, pues no habían tenido hijos.
Al abrir la puerta de la sala, noté en Lupina un desasosiego y yo sentí que un calosfrío me recorría el cuerpo, pero quise atribuirlo a que eran habitaciones cerradas.
Este era un cuarto muy amplio, con una ventana  de cada lado de la puerta, con grandes cortinajes de terciopelo color vino con sus galerías. Al fondo había un juego de sofá, dos sillones y cuatro sillas, dos de cada lado, en madera dorada, estilo Luis XV, tapizadas con gobelinos y con sus respectivas rinconeras altas. En el muro había un retrato de los dueños. Era un retrato extraño, coloreado en tonos pastel en que resaltaban al frente, una bella mujer rubia y un hombre moreno, pero atrás de ellos, se veían imágenes difusas, en colores, de hombres y mujeres como metidos en la neblina.
-Ellos eran espiritistas.- Fue la explicación que nos dio el señor Anaya al ver nuestro asombro.
Había además otro juego de sala, medio oculto por un biombo de cristales con escenas románticas, del mismo estilo que el primero y un hermoso piano, cubierto con un mantón de Manila y que estaba cerrado con llave desde que los señores habían muerto en un accidente.
En cuanto a la recámara, era del mismo estilo que la sala: la enorme cama tenía un dosel dorado y los cortinajes, también de terciopelo, eran del mismo color dorado. Había dos mesas de noche, una a cada lado de la cama que estaba colocada sobre una gruesa alfombra; adosada a los pies de la cama había una banqueta de madera tapizada también de terciopelo dorado y junto a ella, sobre la alfombra, un tapete rectangular con motivos florales que daban un toque alegre; había varias cajoneras, un enorme tocador de cuatro lunas y cubierto de frascos de cremas y perfumes, con su respectivo banco tapizado como la banqueta. Había también una mesa redonda con cuatro sillas, el consabido aguamanil y aquí sí, candelabros dorados, no humildes candeleros, colocados en todos los muebles.
Todo estaba perfectamente limpio y ordenado, como si los dueños hicieran uso de ello.
El señor Anaya le dijo a Lupina que todos los viernes se hacía el aseo de estas habitaciones.
Lupina cerró las habitaciones y bajamos a comer.
Al entrar a la cocina, se oyó claramente el tintineo de un gran manojo de llaves, por lo que le dije a mi esposa:
-          Dejaste las llaves allá arriba! – pero ella me mostró que las llevaba en el cinturón, entonces le pregunté al señor Anaya si había más llaves y me contestó que no, que eran las únicas. Por supuesto, él no había oído nada. Lupina y yo nos miramos sobresaltados.
Al día siguiente, después de tomar un jarro (todo lo servían en jarros de barro) de café con leche, fui al despacho para iniciar el trabajo, pues el señor Anaya no sabía nada de libros comerciales (muchos años después el señor Esquivel me contó que lo había conocido porque era padre de una mujer que servía en su casa, pero que no era administrador sino capataz, por lo que apenas sabía leer y escribir. Era por eso que tenía un cúmulo de papeles con diversas cantidades y algunas palabras garrapateadas).
Desde que empecé a estudiar, me enseñaron que lo que primero debía hacer, era preparar los lápices, seis o siete, sacándoles una buena punta para no perder tiempo cuando alguna se achatara, de modo que emprendí la tarea con mi navaja. Tenía ya ordenados los tres primeros y estaba entretenido con el cuarto, cuando de pronto vi que la mano de un hombre tomaba mis lápices; alcancé a ver que era un hombre vestido de negro, pero no vi más, porque de pronto se desvaneció en el aire, llevándose mis lápices.
De momento, el calosfrío y la impresión me paralizaron, pero en seguida me sobrepuse y empecé a trabajar.
Poco antes del almuerzo llegó el señor Anaya para ayudarme a descifrar sus notas; cuando atravesamos el patio para ir a la cocina, le dije a gritos por su sordera:
-          Aquí espantan ¿verdad?- y le referí lo que había pasado, a lo que él, con toda calma, me respondió:
-          No se preocupe, ya se acostumbrará.
De lo que no me percaté fue de que Lupina estaba en la parte de arriba, apoyada en el barandal, de modo que oyó todo lo que hablamos. Cuando bajó, me dijo que al oírnos, sintió que el barandal se le hundía, debido a la impresión; que no podíamos quedarnos, que debíamos salir de ahí de inmediato.
Me costó muchísimo convencerla de que en ese momento no teníamos otra opción, que ese mismo día enviaría telegramas a mis amigos para que me ayudaran a conseguir otra cosa, pero tendríamos que esperar a que nos respondieran.
Comprendí perfectamente su miedo, pero lo único que pude prometerle fue que estaría junto a ella el mayor tiempo posible.
Traté de cumplir mi promesa, pero mis ocupaciones y la responsabilidad que había caído en ella, no nos permitían estar juntos mucho tiempo.
Además, no llegaban respuestas de mis amigos.
Felizmente, las cosas parecieron calmarse, aunque yo percibía  gente que pasaba cerca de nosotros: hombres de negro, mujeres con vestidos de diferentes colores y hasta niños que jugaban en diferentes lugares, pero ella no se enteraba de estas presencias.
Un día, estando juntos, vio llegar a la mujer de uno de los caballerangos, acompañada de una niña de unos doce años, muy simpática y risueña, de modo que cuando respondió al- Buenos días, patrona – de la mujer, ella contestó, pero dirigiéndose a la risueña muchachita, según me dijo más tarde.
Cuando la mujer salió después de dejar su canasta en la caballeriza, salió sola. Extrañada, Lupina me preguntó si la niña se había quedado con su papá, tratando de ver el interior de la caballeriza. Yo, totalmente desprevenido, pregunté tontamente:
-          ¿Cuál niña? – Porque había visto que la mujer iba sola.
Mi respuesta asustó muchísimo a Lupina; me dijo que no podíamos quedarnos más tiempo.
-          En cuanto me llegue alguna propuesta de trabajo nos iremos; pero piensa que si lo que viste fue una niña bonita y risueña, debe ser un espíritu benigno que no pretende hacerte daño.
Esto pareció tranquilizarla, pero no convencerla.
Un viernes encontré sobre mi mesa de trabajo, los tres lápices que aquel hombre se había llevado. Cuando llegó el administrador, le comenté mi hallazgo, pero en eso se oyó un gran estruendo, salimos a la puerta para ver qué había pasado y vimos pedazos de vidrios de colores.
-          ¡Qué barbaridad! - dijo el hombre – Seguramente doña Lupina dejó abierta la puerta de la sala y con el aire, ya se rompió el biombo.
En eso vimos que ella venía de la hortaliza con una de las criadas y yo, alarmado y molesto le reclamé, pensando en el problema económico que se nos venía:
-          Cómo pudiste descuidarte y dejar abierta la sala. Se acaba de romper el biombo ¿te das cuenta de lo que eso significa?
Aunque ella aseguró que sí había cerrado, subimos con el señor Anaya para ver el estropicio. Todo estaba cerrado y el biombo estaba en su lugar!
-          No es posible! – dije – Los pedazos de cristal están regados allá abajo.
Fuimos al patio y NO HABÍA NADA.
Nuevamente el escalofrío.
Pasaron una o dos semanas sin mayores contratiempos, salvo una tarde en que oímos el piano; pensamos que mi esposa lo habría abierto para sacudirlo, se había olvidado de cerrarlo y que el gato se había subido al teclado, produciendo ese ruido. Subí corriendo las escaleras con el propósito de sacar al gato antes de que hiciera más estropicios, pero la sala estaba cerrada y por los cristales vi que el piano también y sobre él estaba el consabido mantón de Manila.
Gracias a que Lupina estaba ajetreada en la cocina, no se dio cuenta de nada.
En esos días habían llegado varios compradores de granos, por lo que había mucha gente que entraba y salía o bien, buscaba hospedaje, pero a todos se les servían las comidas, por lo que las cocineras y mi mujer no tenían un momento de reposo.
Los cuartos para los huéspedes estaban saturados. El administrador me dijo que llegaba un matrimonio que hacía muy buenas compras, porque era gente de mucho dinero y con mucho ganado, pero no había cuarto disponible para ellos, aunque sólo permanecerían una noche, por lo que me pidió que, por esa noche, les dejáramos nuestro cuarto: nosotros podíamos ocupar otro que estaba en la parte baja lateral del casco de la hacienda, por un lado se comunicaba con otro cuarto, pero esa puerta permanecía siempre cerrada con tres pasadores, tenía otra puerta que daba al corredor, que era la entrada normal y la otra puerta lateral que daba a la era, cerrada también con tres pasadores; ahí nadie nos molestaría.
No había más que acceder, aún con la consabida molestia de Lupina, perfectamente comprensible.
Ya que nos instalamos, apagué la vela de mi buró y todavía comentamos sobre el buen ingreso que estaba teniendo la hacienda en esa temporada y sobre las respuestas de mis amigos que  me decían no saber de ningún empleo, por el caos que había en la ciudad debido a la revolución que parecía no acabarse nunca.
De pronto, se escuchó el chirrido de un pasador enmohecido y pude ver cómo bajaba el superior; en seguida el de en medio y por último el inferior. Era la puerta que comunicaba con los otros cuartos que crujió al abrirse. Los pasadores volvieron a chirriar al cerrarse nuevamente.
Yo iba a prender un cigarro, pero Lupina empezó a gritarme que no prendiera el cigarro, que prendiera la vela y se cubría la cabeza con las cobijas. ¡Nunca me sentí tan atolondrado!
Al abrirse la puerta, entró una mujer vestida de blanco que se deslizó hasta el buró de Lupina y dio tres toquidos, para luego rodear la cama, llegar a mi buró, dar otros tres toquidos y dirigirse a la puerta que daba a la era, escuchándose otra vez el chirrido de los tres pasadores que se abrían.
Mi mujer no dejaba de gritarme que la sacara de ahí, suplicando no ver nada. Con su abrigo le cubrí la cabeza y casi cargada la llevé a la puerta de salida, pero algo me hizo ver a la mujer, la cual, antes de salir hacia la era, me miró a los ojos provocando nuevamente que la sangre se me helara y casi tropezara con los pies de mi esposa. Todavía alcanzamos a oír el chirrido de los pasadores al cerrarse.
¡¡¡Nuevamente el escalofrío!!!
Me sentía verdaderamente atontado, sin saber adónde llevarla, hasta que ella sugirió que al despacho, aunque yo sabía que tampoco era seguro, pero allá nos fuimos.
La instalé lo mejor que pude en el sofá de cuero, haciendo que pusiera la cabeza en mis pierna. Estaba tan asustada, que temblaba inconteniblemente y llorando me pedía que saliéramos de ahí al día siguiente.
En el transcurso de mi vida, tuve varias experiencias semejantes, pero ninguna tan impresionante como esa.
Por esos días llegó un comerciante y se le asignó uno de los cuartos de abajo.
Serían las once de la noche, cuando nos despertó el ruido de la vidriera que era sacudida por el hombre, al tiempo que decía con una voz enronquecida:
-          ¡Compañero!!! ¡¡¡Ábrame, por favor!!! ¡¡Ábrame!!!
Le abrí la puerta y se precipitó al cuarto, donde a la luz de la vela, pudimos verle el rostro demacrado y macilento.
-          Por caridad, compañero, ¡déjeme quedar con ustedes! – dijo - ¡Les juro que el muerto se cargó en mí, diciendo mi nombre! ¡No me dejaba respirar, hasta que le di un aventón y salí corriendo! ¡Les prometo que en cuanto empiece a clarear me iré, pero ahorita, por caridad déjenme quedar aquí!!!
De más está decir que lo dejamos quedarse. Le preparé un jergón en un rincón y lo oíamos sollozar.
Lupina, igualmente, lloraba sin consuelo pidiéndome que nos regresáramos a México, aunque nos muriéramos de hambre.
También en esos días, no sé si antes o después, habiendo tanta gente en la hacienda, se pidió a las mujeres que iban de los caseríos cercanos a ayudar en la cocina, que se quedaran a dormir para que en cuanto amaneciera, se pusieran a preparar el almuerzo para los huéspedes.
Casilda, que era de las asiduas asistentes y de toda la confianza, le dijo a Lupina que no había alcanzado petate, que si le daba permiso de buscar algo para que pudiera dormir en la cocina.
A la mañana siguiente, cuando mi mujer bajó, la halló sentada en la puerta de la cocina, hecha un ovillo. Cuando la regañó por no estar ayudando en el almuerzo, Casilda se echó a llorar diciendo que en la noche, no encontrando en qué dormir, había recordado que a los pies de la cama de los difuntos había un tapete floreado, por lo que fue por él y lo puso en la cocina, que estaba muy dormida cuando sintió que la levantaban con dos dedos y le quitaban el tapete, que estaba esperando a que la patrona bajara para decirle que se iba y que ya no volvería a la hacienda.
Lupina trató de convencerla de que alguien le había hecho una maldad, pero nada pudo detenerla.
Una vez juntos, buscamos en todos los rincones el tapete y al no hallarlo, fuimos a la recámara. Estaba cerrada con llave y al abrir, vimos que el tapete estaba en su sitio, aunque mal colocado. Tuve que sostener a mi esposa, porque las piernas se le doblaron.
Durante los días que siguieron pareció que todo se había calmado, sin embargo, aunque Lupina parecía tranquila, el inquieto era yo, pues cuando ella bajaba, yo veía que a su lado había otras presencias que ella ignoraba: a veces era un hombre con capa y sombrero de copa que inclinaba la cabeza como en un saludo; otras era un jovencito sonriente, de mirada maliciosa; algunas otras eran mujeres elegantes, con modas antiguas de guantes y sombrero, algunas acompañadas por niños, pero la que me aterrorizaba era una anciana con capa negra de capucha abullonada en blanco que mal cubría sus dspeinados cabellos grises y que hacía muecas horribles deformando grotescamente la boca y que lentamente se iba sumiendo en el abullonado hasta que desaparecía la cara y quedaba el cuerpo flotando. Con ella casi me era imposible ocultar mi horror ante Lupina, que consideraba que no le estaba poniendo atención y acababa molesta conmigo.
Opté entonces por sacarla de la hacienda el mayor tiempo posible, pues temía que le hicieran daño.
Un pretexto fue que aprendiera a montar y aunque en la hacienda había espacio más que suficiente, le dije que era mejor ir al campo, para que aprendiera a manejar bien las riendas. Aprendió muy pronto a montar a la mujeriega, pero nunca quiso el trote largo; siempre prefirió el trote corto. De todos modos, eso me permitió llevarla a conocer otras haciendas, manteniéndola lejos de los espectros.
La mejor experiencia la tuvimos cuando fuimos a conocer la hacienda pulquera ¨La Purísima¨.
La primera sorpresa fue ver a los ¨tlachiqueros¨, que son los peones que se ocupan de extraer el aguamiel de los magueyes, empleando el guaje largo y ancho: colocaban la boca más ancha en el centro de la base del maguey que es adonde se acumula, por la parte angosta succionaban y el líquido penetraba hasta llenar el guaje que era vaciado en los ¨cueros¨, bolsas muy grandes hechas de ese material, expresamente para su labor. Cuando el cuero estaba lleno, el hombre iba al ¨tlachique¨, lugar en que se encuentran las tinajas y barricas de pulque, para vaciar el aguamiel,
El tlachique es un lugar sagrado al que se prohíbe el acceso a las mujeres porque, dicen, si entra una mujer, el pulque se ¨agria¨, por lo que Lupina tuvo que quedarse cerca de la puerta adonde había varias mujeres sentadas en el suelo, esperando a sus maridos para darles la canasta con la comida.
Se trata de un galerón enorme en el que se hallan diversas pilas, tinajas y barricas que se emplean para vaciar el pulque que se va procesando, pero lo que a mí me impresionó fue el ritual de la entrada. Los que están en la puerta canturrean una melodía diciendo:
-          ¡¡ Sea por siempre Bendito y Alabado…!!
Y los de adentro contestan en el mismo tono:
-          ¡¡ El Corazón Amoroso de Jesús Sacramentado…!!
Fue una verdadera gloria escucharlos.
Lupina los oyó también  aunque no pudo constatar la reverencia y respeto con que los hombres hacen su trabajo y los dos salimos muy contentos  y satisfechos de haber visto, aunque someramente, el funcionamiento de una hacienda pulquera, ya que la elaboración del pulque es larga y laboriosa.
 Pasados unos dos  días, recibí  un telegrama del señor Esquivel:
¨ Están recontratando a los disidentes. Venga lo más pronto que pueda¨.
Como mi trabajo estaba organizado, dejé algunas instrucciones escritas para el que se encargara de él y, por fín, abandonamos la hacienda de Ñandhó…

…Continuará Maestra Laura Martha Chávez Carrión.  


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