EL REENCUENTRO PARTE 9
Lolita y yo habíamos continuado escribiéndonos, aunque no frecuentemente; yo sabía que se habían mudado de la casa de Tacubaya, a una casa más grande en la nueva y elegante colonia Roma, en la calle de Zacatecas, pues sus hijos habían logrado buenos puestos, sobre todo, Félix, el mayor, ya empezaba a participar en la construcción de un puente y Ángel acababa de entrar a formar parte de un despacho de abogados, así es que su situación ya era mejor y me invitó para que fuéramos a comer a su casa el siguiente domingo.
Nos atendieron espléndidamente; mis sobrinos, como siempre, fueron muy cariñosos con mis tres niños, coincidiendo en que con Conchita, por sus cabellos dorados y sus ojos verdes, había vuelto a nacer “La Gringa”, y mi hermana, dulcísima conmigo, me dijo que contara con ella siempre, mientras le daba a cada uno de mis hijos, un peso de plata.
Al salir, Lupina me preguntó por qué nosotros no teníamos una casota igual y por qué ellos comían cosas tan ricas. No tuve corazón para decirle que nosotros éramos muy pobres.
En esa visita supe que las tres hijas de Lolita estaban comprometidas y que pronto iban a casarse. También supe que Amalita había casado a sus dos hijas y Aurorita la mayor, quien se había casado con un hombre amigo de su padre y de la misma edad, había enviudado pronto, sin tener hijos y que poco después, el señor Marmolejo, que se había enriquecido enormemente, al grado de tener una gran fortuna en Centenarios que llenaban un enorme cajón de su cómoda, había muerto repentinamente. Se le había velado en la sala de su casa y lo habían sepultado en el Tepeyac, pero al volver del entierro, se dieron cuenta de que se habían llevado el cajón de la cómoda, dejando a Amalita casi en la miseria. Le había dicho a Lolita que quería verme.
También tuve noticias de Tilo. Eduardo, su marido, había fallecido recientemente en el descarrilamiento del ferrocarril de Durango; tenía cinco hijos: Enrique, un año mayor que mi Eduardo, que estudiaba para ingeniero, pero que ya estaba trabajando en los ferrocarriles, porque al morir su padre, tenía derecho a una plaza. Lucha, que debía tener cuatro o cinco años más que mi Lupita, Tilito chica, de diez años, Guillermo, de siete, que había nacido con un defecto en una mano, pues al parecer no se le habían desarrollado bien los dedos, por lo que no dejaban que mucha gente lo viera y, por último, Lucrecia, una morenita muy bonita, de cinco. El rencor de Tilo seguía vivo.
En cuanto pude, llevé a mis hijos a conocer a su tía Amalita: nos recibió cordial, pero secamente. Estaba terriblemente delgada, vestida de luto riguroso que, según me dijo, llevaba desde el día que supo que su matrimonio se había acabado, por deseo expreso de su esposo. Ya ni siquiera recordaba cuántos años hacía de eso, pero ella, que acaso habría llegado a los 45 años, actuaba como si tuviera 50 o 60.
Su hija Aurorita era ya una mujer de 25 o 26, con una gran distinción y arrogancia heredadas de su madre. Aunque también era viuda, al menos vestía de azul pizarra y me explicó que su difunto esposo le había dejado una casa sola que ya había vendido, y una vecindad de ocho viviendas, de cuyas rentas vivían las dos.
Nos sirvieron una rica comida y cuando Aurorita nos iba a servir el té limón, llegó una jovencita; era Lucha, la hija de Tilo, a la que había llevado el cochero y esperaría a que su hermano mayor fuera por ella, quien se asombró mucho cuando nos presentaron, pues ignoraba que su madre tuviera otra hermana.
Desde el primer momento, Lupe y ella simpatizaron a pesar de que mi hija apenas iba a cumplir 10 años y ella ya tenía 14 y, con el tiempo, llegarían a ser inseparables.
Yo acorté la visita para evitar que esa niña me hiciera alguna pregunta, pero al despedirnos, como si tuviera un sexto sentido, le dijo a Lupita:
- A ver si dentro de dos semanas vienen a ver a mi tía, porque yo siempre vengo cada dos domingos.
Quedamos en ello y todos nos despedimos cariñosamente.
Cuando Lupita me preguntó algo, hice como que no había oído y le dije:
- Tendremos que venir a verlas, porque me preocupa que a Amalita le duelan tánto las piernas.- y sobre eso y cómo habían visto a su familia, desvié cualquier pregunta de mi hija. Lo que sí me dijo fue que quería volver a ver a Lucha.
Ahora que Eduardo estaba en Querétaro, nuestra vida era tranquila, pese a nuestras consabidas carencias.
Sólo volvió a alterarse cuando llegó mi hijo mayor, porque como ahora usaba sobre el overol una fajilla, de inmediato se la quitó y con ella golpeó nuevamente a su hermana. La primera vez que lo hizo, nos tomó a todos por sorpresa, por lo que ella no pudo meter las manos y recibió un fajillazo en la cara y varios en los brazos antes de que yo lograra colgarme de la fajilla. No lloró tánto como antes, pero ahora sí vi en sus ojos el odio profundo que le inspiraba Eduardo. Mis dos chiquitos daban de gritos, llenos de miedo, metidos debajo de la mesa.
Aunque le dije que si volvía a golpearla no lo dejaría ya entrar a la casa, tuvo la desfachatez de decirme que ahora tenía más derecho que nunca, porque él nos mantenía.
Felizmente no estuvo más que tres o cuatro días, durante los cuales sintió el rechazo de sus hermanitos, porque le tenían pavor.
En estos días, me dijo que estaba muy a disgusto en la casa del señor Esteban, que todos lo trataban muy bien, pero que tanto la esposa como las hijas, eran gente muy sucia, tanto para su casa, como para sus personas y sobre todo, para la comida, por lo que él sentía mucho asco estando allí.
Lo que quería era que nos fuéramos a vivir a Querétaro, a lo que le dije que era imposible. Se fue hecho una furia.
Como el golpe en la cara de Lupita tardó en desaparecer, no se habló ya de ir a ver a Lucha.
Pese a todo, yo me sentía responsable de mi hijo. Hablé con Lupe y Gerardo de la bello que era Querétaro, de que si regresábamos allá, los llevaría a conocer todas las fuentes y jardines, que podría llevarlos de día de campo al cerro o ver alguna presa, que había muchos animales y sobre todo, una gran variedad de pájaros. Esto último fue lo que entusiasmó a Lupita, porque desde muy pequeña quiso que tuviéramos una jaulita con uno o dos pajaritos, a los que atendía y pretendía enseñarles a silbar, cosa que ella no sabía hacer.
Creo que yo quería tener un pretexto para irnos, porque en el fondo ya lo había decidido.
La condición que me puso fue que, antes de que nos fuéramos, la llevara a despedirse de Lucha.
Empecé a organizar la mudanza, pero dos o tres días después, me llegó una carta; iba dirigida a mí, pero la letra me era desconocida. Dudé en abrirla, pero al fin decidí salir de la incertidumbre.
Decía más o menos así:
“Señora Conchita, yo sé que usted fue engañada por Gerardo, como lo fui yo, pero en mi caso, mis hermanos lo obligaron a cumplir con el compromiso de casarse conmigo, por lo que soy su verdadera esposa. Tengo tres hijas que no tienen idea de cómo fue su padre, porque él murió hace cinco semanas, al caer del puente del barco que estaba descargando en su estado de siempre, perdido de borracho. Murió instantáneamente porque se pegó contra una roca.
Yo dudé mucho en escribirle, pero creo que tiene usted derecho a saber lo que sucedió.
Ni qué decirle que nos dejó en la miseria.
Adiós.
Josefina M. de Mondragón.”
A partir de entonces vestí de luto para siempre, sin dejar de usar el chal como nos enseñara mi madre, aunque mis hermanas ya lo habían cambiado por el saco o el abrigo.
CONTINUARÁ…
MAESTRA LAURA MARTHA CHÁVEZ CARRIÓN.