EL REENCUENTRO PARTE 7
…Eduardito no aceptó a su hermanita y la empezó a maltratar desde el primer momento; le enojó mucho que lo hiciera dormir en el catre, para poder tener cerca a la chiquita. Cuando yo iba a cambiarla, él me decía: - ¡Aguas, aguas! - y tenía que verlo a él primero. Yo pensé que, a sus siete años, entendería que era preciso atender a su hermanita, pero por más que traté de explicárselo, nunca quiso acercarse a ella más que para jalonearla o pellizcarla. Él ya no lloraba, parecía bastarle con que ella lo hiciera.
Habíamos seguido en casa de doña Tina. Era muy bondadosa y tolerante con nosotros, y trataba de distraer a mi hijo cuando empezaba a molestar a Lupita, y aunque yo procuraba estar con ellos en la calle, vendiendo mis tejidos o comprando lo que necesitábamos, la verdad, llegaba rendida a la casa después de caminar y caminar en el mercado cargando una canasta pequeña con mi mercancía y a la niña y jalando de la mano al niño, pues en cuanto lo soltaba, corría y yo tenía que ir detrás de él.
Pero aunque todos llegábamos cansados, Eduardo empezaba a molestar a la niña hasta que conseguía que llorara desesperadamente y yo gritara, tratando de apaciguar a los dos. Entonces entraba Tina queriendo meter paz, hasta que llegó el día en que me dijo que ya no podía tenernos en su casa, que no soportaba el que Eduardo hiciera llorar a su hermanita, ni los escándalos que armábamos todos los días, que los demás huéspedes ya estaban enojados y que tenía ocho días para buscar en dónde vivir.
Unos días después hallé un cuartito pequeño en la calle de Mixcalco y, bañada en lágrimas, abandoné la casa de doña Tina, en la que había encontrado refugio, bondad y consuelo.
Me quedaba cerca la hermosa Iglesia de La Santísima, a la que iba a vender mis cosas, pero la gente que vivía en el rumbo era pobre y lo que lograba de la venta, apenas alcanzaba para la leche de los niños y, a veces, para comprar tres piezas de pan que costaban un centavo.
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IGLESIA DE LORETO |
Recorrí todas las Iglesias del rumbo: San Antonio Tomatlán, San Sebastián, Santa Teresita y la de la Virgen de Loreto que estaba a tres o cuatro calles de la casa en la que había vivido Lucero, mi hermana.
Fue entonces que me percaté de lo mucho que extrañaba a mis hermanas, de todo lo que había perdido por mi necesidad y por haber confiado en Gerardo y entonces sentí que lo odiaba, que no quería volver a verlo, ni saber nada de él.
El problema con Eduardo seguía igual; golpeaba a su hermanita constantemente y como ella era de piel apiñonada y tenía el pelo castaño y ojos cafés con unas enormes pestañas, él le decía:
- Lupe fea, - y al tiempo que la jalaba de los cabellos – Prieta - prieta. Tú me tienes que obedecer porque yo soy el hombre de la casa.
La niña se acurrucaba en un rincón gritando y llorando a mares, tratando de evitar los golpes despiadados de su hermano. Yo intervenía, pero sólo cuando veía que tenía un palo en la mano, dejaba de golpearla, pero entonces se volvía contra mí, repitiendo lo que su padre le había dicho.
A los pocos meses de vivir ahí, la portera me dijo que los vecinos (todos muy mal encarados y que nunca contestaban mi saludo) , le habían dicho que iban a llamar al policía de la esquina si no dejábamos de golpear a esa pobre niña.
Cuando alguien me dijo que había una profesora que tenía una escuelita por ahí cerca, llevé a Eduardo que iba a cumplir nueve años, para que le enseñara lo elemental, pero además para que estuviera unas horas lejos de Lupita.
Esto también me permitió moverme con más libertad para vender.
Me fui a la Iglesia de Loreto, porque vi que las personas que iban a Misa de diez o de doce, eran gente de mayores posibilidades y, efectivamente, mejoraron mis ingresos, pero el problema con Eduardo continuó, pues no perdía oportunidad para golpear a su hermana. La ventaja fue que, a medida que pasó el tiempo, la profesora le dejaba más tarea y eso sí lo tenía ocupado por las tardes.
La Señorita Anita, que así se llamaba la profesora, me dijo que el niño era caprichudo, pero que tenía muchas ganas de aprender y que debíamos aprovechar esa disposición.
No sé exactamente cómo era lo que enseñaba, pero al cabo de dos años me dijo que era necesario que lo llevara a otra escuela para que hiciera el ciclo de quinto y sexto para que tuviera su papel y pudiera estudiar más, o al menos podría trabajar, pues leía muy bien. Algunas veces yo conseguía alguna página del diario “Monitor Republicano” o del “Siglo XIX” y hacía que me leyera en voz alta las noticias, lo que me servía para enterarme levemente de lo que sucedía en el país, pero sobre todo, para que él estuviera ocupado y se olvidara de golpear a su hermanita, pero pocas veces lo lograba. Parecía que el único objetivo suyo era golpear, cada vez con más furia, a la pobre niña.
Pasó el tiempo y por fin tuvo su boleta del ciclo de quinto y sexto años.
Él deseaba seguir en una escuela, pero yo no podía ni siquiera pensar en comprarle libros o cuadernos, por lo que decidió escribirle a su padre para que lo ayudara. Mandamos la carta adonde yo recordaba que contrataban a los cargadores del puerto, aunque mi deseo callado era que nunca llegara a sus manos.
En lugar de una carta, llegó él. Su presencia me alteró muchísimo, porque sabía que exigiría sus derechos de marido y yo sentía cada vez más rechazo y repugnancia por ese hombre.
Tuve que aceptar todo lo que quiso, con la idea de que ahora sí se preocupara por darle escuela a su hijo, pero había venido, como siempre, con las manos vacías, con mayores muestras de su alcoholismo y atenido a que yo siguiera manteniendo la casa.
Lejos de reprender a Eduardo por el maltrato a la niña, se reía festejando sus abusos.
Pasados unos tres o cuatro meses, viendo que yo le escatimaba todo, más que nada el dinero, decidió volver al puerto y ahora sí permitió que lo acompañáramos a la estación.
Lupita, de poco más de cinco años, no quiso nunca acercarse a su padre, para ella era un perfecto desconocido al que tenía miedo, pero él tampoco se ocupó de ella, por el desprecio que sentía por las mujeres.
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FERROCARRIL 1890 |
A Eduardo lo impresionaron mucho los ferrocarriles y dijo que quería trabajar allí, que así pasearía mucho sin que le costara. Gerardo comentó que en Veracruz tenía un amigo que trabajaba en el ferrocarril y que iba a ver qué podía hacer, a lo que yo me opuse y le dije que el niño tenía que estudiar, que era lo que le gustaba. Como siempre, nada más se rió.
Al principio, mandó algunas cartas, pero cuando supo que nuevamente estaba embarazada, se enojó muchísimo, diciendo que no estábamos para seguir llenándonos de hijos y sus cartas ya no fueron tan seguidas.
Nació Gerardo (había que ponerle el nombre del papá), como siempre, con la asistencia y ayuda económica de Beatricita. Ya no contaba con Tina, que fue madrina de Lupita, pero no la volvió a ver, por eso, en esta ocasión le pedí a Beatricita que fuera madrina del chiquito, a lo que accedió, pero diciéndome que debía exigirle a mi marido, primero, que se casara conmigo y luego, que llevara a registrar a sus hijos porque ya había un Registro Civil y ahora no bastaba con la Fe de Bautizo, porque después iban a exigir, para todo, el registro.
Le mandé la carta, pero nunca me dio una respuesta, se concretó a decirme que, en cuanto Eduardo cumpliera los 14 años, su amigo podía meterlo a trabajar de ayudante de fogonero en el ferrocarril. No era eso lo que yo quería para mi hijo, yo quería que hiciera una carrera como sus primos Escalante, pero él no cabía en sí de contento, diciendo que iba a conocer muchos lugares como su papá.
Siguió con la odiosa costumbre de golpear a su hermanita, pero la presencia de Gerardito no pareció molestarle, aunque, como Lupita, tenía el pelo castaño y los ojos cafés, con lo que quedó demostrado su desprecio por la mujer.
La niña había cumplido ya seis años y se había vuelto mi mano derecha: había aprendido a prender la lumbre para hacer arroz o alguna sopa, calentaba la leche de Gerardito y ya mal lavaba algo de ropa, pero en cuanto llegaba Eduardo, corría a esconderse, porque sabía que la iba a golpear. Ni mis enojos, ni mis súplicas, ni mis lágrimas, pudieron convencerlo de dejar de golpearla.
CONTINUARÁ…
MAESTRA LAURA MARTHA CHÁVEZ CARRIÓN.
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