EL RE ENCUENTRO PARTE 14.
…La angustia se apoderó de Remedios. ¿Habría más problemas en el pueblo? ¿Quizá ella había cometido una falta en el convento sin darse cuenta? ¿Habría decidido la Madre Superiora que abandonara el lugar?
Con las manos sucias y sudorosas y las piernas flaqueándole, entró a la pequeña estancia, pero las caras sonrientes y cariñosas de los que ahí estaban, calmaron un tanto su angustia, aunque no dejaba de temblar.
La saludaron con el mismo cariño de siempre, preguntándole por algunas novedades, a lo que ella respondió que ahí no había novedades, sino una gran tranquilidad. Preguntó por cada uno de sus amigos, y al saber que estaban bien, poco a poco recuperó la calma.
La Madre Superiora abrió la puerta de la dirección, y cuando todos estuvieron sentados, se dirigió a la joven:
- Querida Remedios, tus amigos están enterados ya de lo que tengo que comunicarte: resulta que un caballero desea platicar contigo, pues quiere pedirte en matrimonio. Me consta que es una persona intachable que quiere pedir, antes que a ti misma, la autorización de quienes son responsables de tu persona, para exponerte sus intenciones. Si no te opones, dentro de unos momentos hablarás con él en el refectorio, en donde ya se encuentra, pero si no aceptas, se le comunicará tu decisión y él partirá. Ninguno de nosotros pretendemos obligarte, de modo que se hará lo que tú dispongas. Dime, hija, ¿Qué piensas?
- Reverenda Madre. Yo creo que ese caballero debe estar confundido, porque yo no conozco a ningún señor. No sé de quién pueda tratarse.
- Se trata del tercer hijo del Conde de Gálvez, primo lejano de la hermana Fernanda y que estuvo aquí el día que ella profesó, y me dijo que te vio desde el primer día que pisó este santo lugar, pero si tienes alguna objeción o algún temor, no lo recibas.
Remedios pidió permiso para hablar brevemente con Doña Andreíta y ésta le dijo que la Madre había juzgado que se trataba de muy buen partido para ella, pero que si después de hablar con él tenía alguna duda, la misma señora se lo diría a la Madre para que lo despidiera.
Así pues, se llevó a cabo en esta ocasión, se presentaron mutuamente, ante la presencia de Sor Teresita del Niño Jesús, una monja de aproximadamente cincuenta años, de mirada maliciosa y sonrisa un tanto torcida, que se ocupaba de pasar entre sus dedos las cuentas del rosario, mientras observaba el rostro de la joven y que, a la postre, le resultó una magnífica amiga y consejera.
Remedios, una vez que el caballero le habló de sus intenciones de desposarla, le relató su vida, haciendo hincapié en que carecía de caudal que pudiera ser su dote, a lo cual él no concedió importancia.
Por su parte, el joven le explicó que era el tercer hijo del Conde de Gálvez, noble de España, con muchas cualidades humanas, pero poco caudal monetario, quien hacía poco había hablado con sus tres hijos: Gonzalo, el primogénito, por tanto, heredero del título nobiliario y la propiedad que habitaban; Esteban, el segundo, al que correspondía una pequeña porción de tierras de cultivo y él, Teodoro, para el cual no había más herencia que el equivalente a unos doblones de oro que debía hacer fructificar.
Por eso había venido a México. Su padre le había dado unas cartas para algunos amigos residentes aquí, con los que ya se había entrevistado y se iba a asociar con don León Iturriaga e iban a abrir una tienda de abarrotes en la céntrica calle de Cordobanes, y que estaba enfrente de la Iglesia de Santa Catarina, por lo que esperaban tener buena clientela.
De momento se hospedaba en una casa de asistencia cercana a la Catedral, pero a partir del día siguiente, buscaría una casa que sería el próximo hogar de ambos.
Le explicó que sus siguientes visitas serían cuando la Madre Superiora las señalara y que, indudablemente, se lo harían saber a ella.
Esa noche, Remedios no lograba conciliar el sueño pese al entusiasmo desmedido de Rufina; mil y una dudas la asaltaban a cada momento: ¿Deseaba casarse con ese señor al que no conocía y al que ni siquiera pudo verle bien la cara?¿No sería mejor quedarse ya en el convento? ¿Cómo podría pagar su estancia?¿Sería Don Teodoro una buena persona?¿Y si se equivocaba?. . . Lo único que le quedó fue rezar para salir bien librada y, por fin, en medio del rezo se quedó dormida.
La Madre superiora autorizó al señor de Gálvez, visitar a su prometida cada quince días.
Hubo todavía otras dos entrevistas a través de la celosía, pero ahora Remedios ya no sentía el miedo terrible que le inspirara Sor Teresita del Niño Jesús, pues ya sabía que era bondadosa “como un pan”.
En las siguientes ocasiones pudieron verse en el jardín, siempre que no se alejaran de la banca en que permanecía sentada la cuidadora, que no les quitaba ojo.
Entonces se enteró Remedios que su futura casa estaba situada en Cordobanes, la misma calle en que ya estaba funcionando Abarrotes León, la tienda puesta en sociedad, pero la casa se hallaba a una calle de la Catedral y aunque su ocupación sería temporal, pues ya estaba viendo casas en una colonia nueva, se encontraba completamente amueblada y dispuesta para recibir a su nueva dueña.
El noviazgo duró tres meses, tiempo en que fue preparado en el convento el ajuar para la boda.
Fue una ceremonia sencilla. Al Padre Benjamín correspondió entregar a la novia, que lució bellísima, y sus padrinos fueron Don Juan Manuel y Andreíta Ocampo, pero estuvieron presentes casi todos sus amigos de Tizayuca, por lo que Remedios se sintió muy agradecida y profundamente emocionada, como si hubiera presentido que sería la última vez que los vería.
Durante la boda, la joven no pudo controlar el llanto, al ver el cariño que le brindaban todas en el convento, principalmente la Madre Superiora y al escuchar el Coro, su amado Coro que dejaría para siempre.
Así quedaron unidos ante Dios y ante los hombres, la señorita Remedios Pérez Turrent y el señor Teodoro de Gálvez y Dávila.
Después del sencillo ágape, los novios se despidieron de sus amigos, para iniciar su nueva y promisoria vida.
El principio fue difícil, sobre todo para Remedios, que no se acostumbraba a convivir con un desconocido, aunque contaba con la presencia y apoyo de su querida Rufina, pero poco a poco, fue enamorándose de Teodoro, al percatarse de todo lo que hacía para complacerla.
Su vida se desenvolvió plácidamente hasta que llegué a alterar el orden.
El día 8 de mayo de 1891, nací yo: Miguel de Gálvez y Pérez Turrent, que con el tiempo, me desharía de tan rimbombante nombre, para quedarme solamente como Miguel Gálvez Pérez.
Mis padrinos fueron también los señores Ocampo, aunque yo no los recuerdo, pero Mamá Remeditos, como me enseñó a llamarla mi otra mamá, Rufina, me dijo que se habían encariñado mucho conmigo y que, cada vez que iban a vernos, que era con frecuencia, llegaban cargados de regalos.
Desgraciadamente, antes de que yo tuviera cuatro años, mi padrino Juan Manuel cayó del caballo y se lesionó la columna, por lo que no pudo ya mover las piernas, siendo condenado a pasar el resto de su vida sentado en una silla. Naturalmente, mi madrina se quedó enclaustrada con él y sólo había noticias de ellos cuando el Padre Benjamín visitaba a mi mamá, muy de vez en cuando.
Al parecer, durante mis primeros dos años de vida todo fue perfecto: mis padres estaban muy enamorados y la tienda producía lo suficiente para llevar una vida más que decorosa, lo que permitió que mi papá mandara construir una casa en la elegante nueva colonia Roma, aunque no quiso darle detalles a mi madre del sitio exacto en que se hallaba, para que fuera sorpresa para ella.
Fue entonces cuando llegó un amigo de mi abuelo, diciéndole a mi padre que debía viajar de inmediato a España, porque había ocurrido una desgracia en la familia: sus hermanos Gonzalo y Esteban, habían planeado hacer un viaje a Messina; al cruzar el Mar de Calabria, que normalmente está embravecido, se desató una tormenta y una gran ola arrasó la cubierta, arrastrando a uno de ellos, no se sabe quién, que cayó a las encrespadas olas. Su hermano, sin medir el peligro, se lanzó a su rescate, pero, desgraciadamente, los dos desaparecieron entre las olas y sus cuerpos no habían sido localizados. Naturalmente, el Conde de Gálvez estaba devastado y necesitaba en estos momentos al único hijo que le quedaba. Estaba tan abrumado, que al saber que este su amigo salía al día siguiente para México, le había pedido que fuera a verlo, rogándole de viva voz que lo buscara en cuanto llegara a la Capital para informarle de la desgracia y rogarle que de inmediato fuera a verlo, antes de que él perdiera la razón ante el dolor inaudito que sufría.
No había habido tiempo de escribir cartas, únicamente las señas del hijo ausente, pues este señor partía al día siguiente a primera hora.
Loco de dolor, mi padre empacó lo indispensable y tomando el dinero que tenía a mano, se despidió de mi madre y de mí, diciendo que escribiría en cuanto llegara a su tierra, para decidir si él volvía o nosotros íbamos para allá. Rufina ya había salido a buscar una carretela de punto y él partió a la estación de San Lázaro para llegar al Puerto de Veracruz.
Fue la última vez que mi madre lo vio.
Nunca supo si había llegado a España o no.
En vano indagó con los pocos amigos que conocía. Ni don León pudo darle razón alguna.
A Don Teodoro de Gálvez lo desvaneció la distancia.
Mi pobre madre había quedado sola y desamparada. Había perdido a su amado esposo, quedando sin dinero y con la responsabilidad de un hijo pequeño y de una casa que habría que sostener.
Durante los primeros meses, don León le envió la misma cantidad de dinero que le daba a mi padre, pero pasado algún tiempo, dijo que las ventas habían bajado mucho, por lo que había decidido abrir una cervecería en el local que estaba junto a la tienda, pero para ello tendría que reducir el tamaño de ésta, dejándole una sola puerta; como él solo no podría atender los dos negocios, mamá Remeditos tendría que hacerse cargo de la tienda.
Ella se dio cuenta de que todo era una artimaña de ese señor: en la esquina, el dueño del edificio tenía una bodega, con puerta a cada una de las calles; en seguida estaba el local de la tienda, con dos puertas. Si don León abría una cervecería, el local de la bodega resultaría pequeño, por lo que ahora quería ampliarlo hasta la mitad de la tienda, lo que la haría muy reducida.
Pero no tenía opción y aceptó atender la tienda en un determinado horario, que desde luego no satisfizo al socio, pues habría querido tenerla de tiempo completo.
Desde el primer día, mostró su disgusto por mi presencia, pero mi madre temía que algo me sucediera si me dejaba con Rufina, quien empezaba a padecer achaques y tenía que ir al tianguis y atender todo lo que se ofreciera.
No pasó mucho tiempo para que don León le dijera que no debía llevarme, porque ahora la tienda era pequeña y los clientes decían que yo me les enredaba en los pies al caminar entre ellos. Luego arguyó que no era saludable para mí, por los trabajos de albañilería. Pero lo que definió la situación, fue la presencia de los primeros tomadores de cerveza que permanecían durante horas bebiendo y, algunos se atrevieron a ir a la tienda a decir piropos impertinentes a mi madre.
Aprovechando todo esto, estuvieron de acuerdo en disolver la sociedad: le entregó una cantidad irrisoria, y se acabó el compromiso.
Pero para mi mamá fue como si se le hubiera ido el mundo encima.
No tenía más que ese dinero, que ella sabía que no era la cantidad con que mi padre había hecho la sociedad, pero era una mujer desvalida por inexperta, y no habría podido exigir lo justo a don León, de modo que tuvo que resignarse a buscar una vivienda económica y la halló en una vecindad con muchos vecinos, en el Callejón del Estanquillo, con un cuarto grande y una cocina improvisada en la que podría llamarse azotehuela; los baños y los lavaderos eran comunitarios, pero rentaba dos pesos mensuales.
Aumentó su caudal con lo que obtuvo de la venta de casi todos sus muebles, salvo nuestras camas, la mesa, unas sillas y la máquina de coser que le había regalado mi padre, pero comprendiendo que ese dinero se le acabaría muy pronto, decidió trabajar en lo que sabía hacer: coser.
Se animó a volver al Convento de la Viscaínas, al que había ido después de la desaparición de mi padre pensando que la Madre Superiora o Sor Fernanda podían tener su dirección en España, pero no sabían nada. Y ahora volvería para ver a Sor Rocío, con la esperanza de que pudiera ayudarla a encontrar un trabajo en algún taller de costura.
Esa visita tuvo muy buen resultado, porque la hermana Rocío conocía o era familiar de una señorita Rosita dueña de un taller de “Alta Costura” que vestía nada menos que a la señora Doña Carmen Romero Rubio de Díaz, la esposa del Presidente, así como a las señoras Limantour, de Teresa, en fin, a todas las damas importantes de aquella sociedad.
Con una nota de Sor Rocío, se presentó mi madre con la señorita Rosita, quien la aceptó como operaria para hilvanar, hacer ojales o pegar botones, con un salario de veinticinco centavos a la semana y un horario variable, de acuerdo a la carga de trabajo. Tuvieron que pasar varios años y muchos esfuerzos, para que se le reconociera como modista de Alta Costura.
Yo quedé entonces en manos de mamá Rufina, cuidadosa y amorosa como nadie, a la que acompañaba en todo momento, cuando iba al tianguis, que quedaba a dos cuadras de la casa, o cuando salía a discutir porque le dejaran un lavadero, pero también cuando hacía la comida y quería ayudarla. Todo esto sirvió para que aprendiera a moverme desde muy chico, pues cuando ya tenía siete años y asistía a la escuelita de la señorita Cuquita para hacer el primer ciclo, apoyada en el Silabario del Padre Ripalda (M-a—ma; P-a –pa; S-i—si; N-o—no), mamá Rufina enfermó con dolores muy fuertes, al grado que mi mamá tuvo que pedir permiso en el taller para faltar mientras Antonio e Isidro venían por ella, porque aquí no podíamos atenderla.
Yo nunca había llorado tanto como cuando se la llevaron, y mi madre y ella no querían dejar de abrazarse, en medio de sus sollozos.
Por primera vez perdí una madre.
Aunque sobrevivió a esa crisis, nunca volvió porque estaba ya muy grande y había trabajado mucho con nosotros, pues supe años después, que para ayudar a mantenernos, una vez que me acostaba, salía a la puerta de la vivienda a vender quesadillas a los numerosos vecinos, pues lo que mi mamá ganaba no alcanzaba para nada, y cuando supimos por el Padre Benjamín que había muerto, tenía casi un mes de haber fallecido.
Mamá y yo nos habíamos quedado definitivamente solos.
Conscientes de que teníamos que seguir viviendo, y lo único que teníamos era el exiguo salario de mi madre, yo me comprometí a seguir yendo a la escuela y ayudar en la casa lo más que pudiera, con tal de que ella no perdiera su trabajo.
Hicimos una rutina: mamá cocinaba en la noche y yo le ayudaba; en la mañana, después de desayunar, ella se iba al trabajo y yo a la escuela. Casi siempre comía solo, y aunque al principio me daba miedo “desenterrar” la lumbre, poco a poco me acostumbré, e inclusive, me atreví a prenderla cuando la encontré apagada, por lo que sí tomaba comida caliente.
¡Ah! ¡Cómo extrañaba a mamá Rufina y cuánto lloré por ella!
Después lavaba mis trastos, hacía mi tarea y me sentaba en la puerta de la vivienda a ver pasar a los vecinos y a los muchachos, que eran más grandes que yo, jugar al burro o a los “huesitos” o a las canicas. A veces me invitaban a jugar “encantados”, pero perdía luego, luego.
Había muchachos mucho más grandes, como de 14 años, que iban de otras vecindades, entre ellos uno, Chucho, que empezó a hacerse mi amigo, me preguntaba cosas, me platicaba de su familia, y sacaba sus cigarros y fumaba, mietras yo lo veía embobado, como si fuera un héroe, hasta que un día me dijo que fumara yo también, y al intentarlo, creí que me moría por el ahogo que me dio y luego la tos, que me hizo saltar las lágrimas, sin embargo, pronto me aficioné a lo que sería el vicio que me llevaría a la perdición.
Bueno, ya antes había empezado a crear otro de mis vicios: la lectura.
Desde que empecé a leer me gustó tanto, que mi mamá me compraba, cuando podía, algún cuento, pero la que me abasteció siempre fue la seño Cuquita: a ella le debo haber leído muchísimos cuentos de Calleja. Más tarde me prestó los cuentos de los hermanos Grimm, de Hans Cristian Andersen y de Perrault, pero lo que me hizo feliz fue el que me regalara “Las Mil y Una Noches”, libro que leí y releí durante no sé cuántos años, aún cuando me enojaba encontrar el pasaje en el que al pobre esclavo negro le dice su dueño: -¡Bribón! ¿De dónde robaste esa manzana? – cuando se la había regalado la princesa.
Creo que ahí nació mi rechazo a la injusticia…
Continuará…
Maestra Laura Martha Chávez Carrión.
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