EL REENCUENTRO PARTE 11
… Fue hija de Don Atilano Pérez y Doña Lugarda Turrent.
Atilano fue el cuarto hijo de una familia de comerciantes que no hacían pie en ninguna parte, por lo que él no sabía en dónde había nacido; lo único que sabía era que su bisabuelo español, se llamaba como él y que su abuelo que se llamaba Miguel como su hermano mayor, había sido muy cariñoso con él porque hasta lo dejaba que le diera mordidas a sus “conchas” y a sus “chilindrinas”; que cuando era muy chico, su papá lo entregó a su compadre Emigdio para que le enseñara a leer y a hacer cuentas, así como a trabajar la tierra y a vender sus productos, pero más que enseñarle, lo tuvo como esclavo, haciendo que trabajara en los surcos durante muchas horas, en calzón y camisa de manta, con un sombrero raído y peor alimentado, por eso, en cuanto creció un poco, una noche, en vez de tirarse en su jergón, salió de la casa y se alejó lo más pronto que pudo de esa prisión.
Anduvo sin importarle el rumbo y no faltaba algo qué hacer en los caseríos por los que atravesaba, ya fuera en la casa, en el campo o con los animales (si los había), por lo que le daban “un taco”, y al menos, no pasó hambres.
Se acostumbró a observar a la gente, para saber el momento oportuno para hablar y pedir trabajo, nunca una caridad, por lo que generalmente algo obtenía.
No faltó una mujer generosa que le regalara un calzón de manta o una camisa raída, con lo que podía suplir sus andrajos de vez en cuando.
Conforme fue creciendo empezó a valorar su trabajo, y ya pedía unas monedas por él. Para eso tenía que llevar su hoz, su coa y un pequeño y mellado machete.
Las monedas que ganaba las ataba en la punta de su paliacate, lo enrollaba y se lo ataba en la cintura para no perderlo.
Poco a poco reunió un pequeño capital.
Deseando cambiar de vida, preguntando llegó a una ciudad que tenía una enorme iglesia que le llamó la atención, porque había conocido iglesitas pequeñas y ermitas, pero nunca una tan grandota. Entró, pero salió rápidamente porque lo asustaron los cuadros con retratos de hombres gigantes y otros que estaban volando en el techo.
Al empezar a tañer las campanas, se alejó lo más pronto que pudo, pero le preguntó a un arriero qué lugar era ése y le contestó que le decían Puebla de los Ángeles; también le enseñó adonde había un mesón. Pidió un petate y se durmió todavía asustado.
Al pasar los días, trató de conocer más el lugar, empleándose en lo que podía, para aumentar su capital, pero pensó que no podría quedarse a vivir ahí, porque le gustaba más el campo abierto.
Sin embargo, conoció a una joven que se veía muy bonita, pero seguro era hija de ricos y eso lo retuvo mucho tiempo, hasta que se acercó a ella un día, cuando la vio salir de la iglesia, creyendo que iba sola, pero de inmediato se acercó una india que lo miró de mala manera, diciéndole “¡Pelado!”.
Le había impresionado la muchacha y se dedicó a seguirla para saber algo de ella. Por fin supo que era la hija menor del matrimonio de españoles, dueños de la tienda más grande que había en el barrio, en la que vendían desde velas de sebo, maíz, y hasta sillas de montar.
Estuvo rondando la tienda, viendo que la atendían el padre y dos jovencitos con dos criados indios, aunque de vez en cuando estaba la mamá, pero la hija no iba nunca.
La casa en la que vivían, estaba a la vuelta de la calle.
Entró a la tienda en una ocasión, para ver mejor cómo funcionaba la familia y compró dos pantalones con rayas y dos camisas con botones chistosos como herraduras.
Aunque gastó más de lo que quería, pensó que, cuando fuera a hablar con la muchacha, no le iba a decir “Pelado”.
Consiguió un caballo a buen precio, porque quería llegar a la casa como un “señor” y empezó a rondar el lugar, pero un día, con la fresca de la mañanita, vio que los papás y los hijos estaban en la tienda con los indios y, al dar la vuelta a la calle, observó que la criada salía de la casa con una canasta, seña de que iba al mercado. Esperó a que se alejara, y tocó con el aldabón.
La jovencita salió a abrirle y, sin pensarlo, la cargó y la subió al caballo y montó rápidamente, alejándose al galope en medio de los gritos de ella y los de algunos vecinos que vieron lo que sucedía.
Oyó cómo corrían detrás suyo, pero ni siquiera volteó. Tomó la primera vereda que pudo y siguió galopando, controlando al mismo tiempo la furia de la joven. Nunca tomó un “camino real”, siguió vereda tras vereda, aunque las ramas de los árboles los lastimaran.
Cuando los gritos de ella se hicieron sollozos, empezó a hablarle, diciéndole que la había visto muchos días y que no tenía intención de robarla, pero que cuando tocó la puerta, tuvo miedo de que ella lo rechazara y se dejó llevar por ese miedo, pero que ella vería que sus intenciones eran buenas, que la quería para su esposa y así sería, que vería que la iba a tratar con mucho cariño y la iba a respetar.
Nada lograba tranquilizarla. Lloraba y lloraba sin consuelo, temblando de miedo.
Habían pasado por muchos caseríos, pero no se habían detenido, porque él sentía que no se habían alejado mucho, aunque había tomado diferentes veredas para perder a quien los siguiera, tenía miedo de que los alcanzaran.
Por fin, ya oscureciendo, vieron el campanario de un pueblito y enfiló al caballo hacia allá.
Era una capilla pequeña y tuvo que tocar la puerta para que le abrieran, porque ya era tarde.
A la mujer que abrió le dijo que quería hablar con el Cura para que los casara. La mujer, asustada, fue en busca del sacerdote.
Se trataba de un hombre de mediana edad que escuchó con atención cómo Atilano había robado a Lugarda, pero que quería que los casara como Dios manda.
El religioso le explicó que a esa hora ya no había servicio en la iglesia y que tendrían que esperar hasta la Misa de cinco para que pudiera casarlos.
Al preguntarle por algún mesón, el cura le dijo que podían pasar ahí la noche: ella dormiría en el cuarto con la mujer que trabajaba ahí y él, en una banca en la capilla.
Les dieron de cenar tamales y champurrado, (el atole de masa con chocolate) y, en la Misa de cinco, Lugarda Turrent y Atilano Pérez, contrajeron matrimonio.
Dio unas monedas al sacerdote, y de inmediato partieron, sin importar el rumbo, pero ese día sí se detuvieron en un caserío para almorzar y comprar alguna ropa para ella, y en otro para pasar la noche.
Mientras cenaban, se enteraron de quiénes eran: ella le dijo que tenía 15 años y que su papá era muy celoso y no quería pensar en que tuviera algún pretendiente, que su mamá y sus hermanos la querían mucho y todos eran muy buenos; había ido a la escuela y sabía leer, escribir y hacer cuentas, pero que la más celosa y la más buena era su nana, a la que ella adoraba. Le hizo prometer que, en cuanto se establecieran, iban a regresar para decirle a su familia que se habían casado y para llevarse a la nana, (promesa que nunca cumplió).
Cuando Lugarda supo que él nunca aprendió a leer, se comprometió a enseñarle, (promesa que sí cumplió).
Al día siguiente, de madrugada, él salió en busca de algún trabajo, pero Lugarda, al despertarse y ver que no estaba, pensó que se había burlado de ella y que ahora que ya era su mujer, la había abandonado.
Volvió a llorar desconsoladamente, pensando que se había quedado sola, en un lugar que no conocía y que estaba lejísimos de su casa, de modo que, cuando lo vio entrar, sintió una alegría enorme.
Atilano le explicó qué trabajos hacía, pero le dijo que no podían quedarse muchos días en un lugar, pues no había trabajo porque eran caseríos pequeños y después de tres o cuatro días, ya no tendría qué hacer y ahora quería tener mucho trabajo para juntar dinero y que ya se pudieran quedar en algún lugar fijo.
Así siguieron durante algunos meses, yendo de caserío en caserío o de poblado en poblado, porque Atilano evitaba entrar a los pueblos grandes, aunque ni idea tenía de qué tan lejos habría quedado Puebla de los Ángeles.
En sus correrías, toparon con unos cuatro o cinco jacales que estaban en medio de un campo grande y frondoso.
Hablaron con una mujer indígena que estaba en una puerta, preguntándole cómo se llamaba ese lugar.
- Pos lo nombran Tezayucan, patrón- contestó la mujer.
El nombre no le dijo nada, pero el que la mujer le hubiera dicho “patrón”, lo llenó de un gusto desconocido que lo decidió a levantar, retirado de los demás, su propio jacal.
Esa noche la pasaron en lo que quedaba de una choza abandonada, más vieja que las demás , con frío y con miedo, porque no habían visto a la gente que habitaba el caserío, y al día siguiente, en cuanto amaneció, Atilano salió para ver bien el lugar.
Resultó que nada más estaban las mujeres y algunos chiquillos, porque los hombres estaban trabajando quién sabe dónde.
Todas fueron amigables y pudieron indicarle un poblado más o menos cercano en el que podía comprar algunas cosas. Les convidaron un atole aguado y unas tortillitas gordas para que desayunaran y también buscaron con ellos algo con qué tapar los agujeros que había en la vieja “casa”.
Después, Atilano y Lugarda fueron a ver el campo y él se entusiasmó mucho, porque le dijo que era una buena tierra y que podrían sembrar maíz.
Inmediatamente buscó un lugar que le pareció fácil de desmontar, y de inmediato se entregó al trabajo. Lugarda lo ayudaba a quitar algunos matojos o pequeñas ramas, pero la verdad, se sentía una inútil, viendo con qué rapidez y seguridad hacía el trabajo su marido. Lograron limpiar un buen trozo de tierra y, con una de las mujeres, Rufina, que les sirvió de guía, fueron a un caserío para comprar algunos víveres y ver si había ahí algo que les fuera útil para poder ir parando su casita.
Y así, poco a poco, Atilano fue limpiando el terreno y pudo levantar un jacal que no era mucho mejor que los demás, pero al menos, les permitía estar abrigados.
Al volver los hombres a sus chocitas, las mujeres les hablaron del señor que era tan trabajador y ellos, después de observarlo, se fueron acercando, saludándolo:
- Buenos días, patrón-
- Buenos te los dé Dios- respondía Atilano, fascinado con el tratamiento.
No eran más de cuatro hombres, dos muy jóvenes y otros ya mayores, con tres chamacos hijos suyos, y aunque vio que podrían ayudarle a desmontar, como no tenía suficiente dinero para pagarles, siguió trabajando en solitario.
A su debido tiempo, compró un poco de maíz y lo sembró.
Los hombres seguían todos sus movimientos, viendo con qué rapidez y seguridad manejaba la coa, hasta que uno de los chiquillos le dijo un día:
- ¿Le ayudo, patrón?
- No tengo con qué pagarte- contestó.
- Nomás con que me dé unos frijolitos… - fue la respuesta y así tuvo a Isidro, su primer peón.
Lugarda había aprendido a cocinar con las lugareñas: ponía sus cuatro o cinco piedras y en medio, ramas secas que prendía y sobre ellas colocaba su comal de barro que Adelaida, una de sus vecinas, le había vendido en unos cuantos centavos, y ponía su olla de barro con los frijoles por un lado y en otro lado, el jarro del atole, así le quedaba el centro para hacer sus tortillas, que eran peores que las de Rufina, pero que su marido comía como si fueran un manjar
…CONTINUARÁ.
MAESTRA LAURA MARTHA CHÁVEZ CARRIÓN.