EL REENCUENTRO PARTE 6
...Una familia me alquiló, en su ranchito, un cuartito en donde estaban los utensilios de labranza y yo ayudaba a la patrona en la cocina y con las hortalizas. Cuando llegó el momento de “aliviarme”, ella me ayudó y salimos adelante mi hijo y yo, aunque estuve bastante mal porque tuve una hemorragia.
A los pocos días, cuando ya estuve recuperada, le pedí a los dueños de la casa que fueran padrinos del niño; lo llevamos a la capillita que estaba cerca de la pirámide y el Padre lo bautizó con el nombre de Eduardo Mondragón y Mújica, pues quise seguir con la tradición de llamar al primer hijo, con el nombre del hermano mayor de su padre.
Así pasaron tres años y meses, durante los cuales Lolita y yo nos comunicábamos por carta: supe que Tilo no quería saber nada de mí, su esposo ya le había dicho que su hermano era flojo, desobligado, mujeriego, pero sobre todo, borracho, pero ella consideraba que lo que yo tuviera que sufrir, era un castigo de Dios a la infamia que había cometido, fugándome con el primero que me lo había propuesto. Amalita, por su parte, no estaba en contra mía, pero su marido le había prohibido escribirme, porque era yo un mal ejemplo para sus hijas. Sólo Lolita me seguía considerando su hermana, pero me decía que su situación económica era muy mala; todos sus hijos estaban en la escuela y los dos mayores que ya eran unos jovencitos, eran mensajeros en unos despachos, pero lo que les pagaban era miserable; el dinero que había dejado el señor Escalante se había acabado, y aunque su suegra le ayudaba un poco, tampoco era gran cosa porque su propio dinero se iba agotando.
Como se dio entonces una epidemia de tifo que asoló a la ciudad de México y las tres niñas de Lolita cayeron en cama, posiblemente contagiadas por la sirvienta, que también estaba en cama y muy grave, mi hermana me pidió que fuera a ayudarla, no con las enfermas a las que ya tenía aisladas en su propia casa, sino con los muchachos que necesitaban seguir yendo a la escuela y al trabajo.
Naturalmente, en cuanto recibí su carta, me despedí de mis “compadres”, asegurándoles que tan pronto pasara la emergencia, regresaría, y con mi niño y mis pocas pertenencias, tomé la diligencia que me llevaría de regreso a la capital.
Naturalmente que iba con miedo al contagio, sobre todo por mi hijo, pero no podía negarle nada a esa hermana que lo había sido en las buenas y en las malas.
En cuanto llegamos, siguiendo las indicaciones de Lolita, todo fue lavar con creolina hasta el último rincón y quemar con alcohol lo que las enfermas usaban. Felizmente los muchachos me recibieron con mucha cordialidad y agradeciendo lo que hacía al mantener la casa muy limpia, preparar la comida y arreglar la ropa, y hasta me ayudaban a distraer a mi hijito que los conquistó de inmediato con sus caireles rubios y sus ojos verdes.
Juntos rezábamos todas las tardes el Rosario, pero ellos se lo dedicaban a la Virgen María, no a San Antonio, como yo seguía haciéndolo.
Mientras tanto, Lolita casi no salía del cuarto en el que había encerrado a las niñas, lavando también constantemente todo con creolina o alcohol, ya que a la sirvienta se la habían llevado en el carretón al hospital.
Las niñas se recuperaron, aunque quedaron muy flaquitas y amarillentas; pasada la cuarentena, le dije a Lolita que iba a salir a vender los tejidos que había acumulado durante mi estancia en su casa, para tener algo de dinero y buscar un cuartito, pero ella insistió en que, aunque tuviera yo el dinero, no debía abandonar su casa, que sus hijos se habían encariñado con Eduardito y conmigo y que todos estaban dispuestos a compartir sus estrecheces con nosotros. Acepté encantada, con la condición de que seguiría con la venta de mis tejidos para ayudar un poco con los gastos. Así fue: permanecimos unos meses en su casa, disfrutando plenamente de su armonía y buena voluntad. Yo me sentía feliz de haber recuperado mi ambiente familiar y el niño, aunque voluntarioso y caprichudo, era feliz jugando con sus primos.
Pero nada es para siempre…
Un malhadado día, se presentó Gerardo, mi marido, para exigirme que lo siguiera. Por Eduardo se había enterado del niño y del sitio adonde estábamos y llegó argumentando exaltadamente sus derechos de padre y marido.
Para evitar escenas violentas a mi hermana y a mis queridos sobrinos, no tuve más remedio que poner nuestra ropa en una red, y seguirlo.
Había alquilado un cuarto en algo así como una casa de huéspedes, en el que sólo había un catre y dos huacales de palo de los que se usaban para la fruta, por lo que Eduardito y yo tuvimos que dormir en el suelo sobre un jergón. Podíamos usar la cocina si teníamos carbón y comida qué preparar. Como carecíamos de ello, comprábamos tortillas, y, a veces, dependiendo de lo que yo vendiera, arroz o frijoles en una fonda. Lo único que yo le exigía era la leche para el niño, pues daba mucho trabajo que comiera lo mismo que nosotros, y para dársela caliente, le pedía a alguna de las huéspedes que me dejara usar su lumbre. Había quien lo hacía con buena voluntad, pero otras accedían demostrando su disgusto y yo fingía no darme cuenta, Así es la necesidad.
Él salía, diciendo que iba a buscar trabajo. Algunas veces regresaba con algunas monedas, pero siempre oliendo a alcohol.
Además, le decía al niño que ellos eran los que mandaban en la casa, porque eran los hombres; que las mujeres no teníamos derecho a hablar porque éramos tontas y teníamos la obligación de servirlos. De nada servía que yo le dijera que con eso estaba dañando al niño y también a mí que era la que batallaba con su mal genio. Lo único que lograba era que se burlara de mí o me amenazara con golpearme, cosa que nunca hizo.
Pronto se desesperó y decidió regresar a Veracruz, donde siempre había un lugar para alguien que quisiera ser estibador. Con mi ayuda, completó lo de su pasaje y nos dejó encargados con la dueña de la casa, asegurándole que cada mes le enviaría lo del alquiler.
La señora Tina me había tomado afecto, y yo creo que por lástima, aceptó que nos quedáramos, diciéndole que si él no cumplía, nos pondría en la calle.
No quiso que lo acompañáramos a la Estación de Nonoalco, pues para entonces ya se habían regularizado las corridas a Veracruz, lo que hacía mucho más rápido y cómodo el viaje; yo habría querido ir, porque no conocía la Estación, pero como empezaba a enojarse, argumentando que me podía hacer daño (ya sabía que venía en camino un nuevo hijo), lo dejamos ir solo.
Con muchas limitaciones, pero pude ir mejorando nuestra vida: aunque de segunda mano, pude comprar un colchón matrimonial de resortes; compraba un poco de carbón y, cuando tenía que tejer algo especial, podía poner a cocer frijoles que le gustaban mucho al niño, al que podía darle leche todos los días. Sin embargo, su carácter era irascible y violento y cuando yo no cumplía sus caprichos, gritaba y golpeaba lo que tenía cerca.
En febrero de 1888 nació Lupita. Aunque le mandé un correo urgente a Gerardo para que me ayudara con el gasto de la partera, nunca recibí respuesta suya, de modo que tuve que recurrir a doña Tina para que me prestara el peso cincuenta que me costaba la atención de una de las primeras “Médico – Cirujanas” que hubo en México. Se llamaba Beatricita, pero su apellido lo olvidé, porque siempre la llamé por su nombre de pila; fue un envío de la Providencia pues no sólo me asistió en mis otros partos, sin cobrarme apenas lo indispensable como algodón, alcohol, gotas para los ojos, sino que llevó su generosidad al extremo de ofrecerme su casa, comprometiéndose a trabajar para mí y mis dos niños. No acepté, aunque le agradecí entonces y para toda la vida, su extraordinaria bondad.
Otro calvario empezó entonces…
CONTINUARÁ…
MAESTRA LAURA MARTHA CHÁVEZ CARRIÓN.