EL RE ENCUENTRO 16
... Llegar al Palacio de Correos fue una de las experiencias más impresionantes de mi vida: por afuera era enorme y muy bello, pero por dentro, esa enorme escalera con sus pasamanos maravillosos, sus techos, su belleza enorme, fue apabullante.
Aunque había quedado de ver al Sr. Hinojosa en la entrada, insensiblemente fui entrando a ese recinto, de modo que cuando llegó, yo, embobado mirando el techo, había empezado a subir los escalones. Cuando me llamó fue como despertar de un sueño, pero supe que era ahí adonde quería quedarme.
El Sr. Hinojosa me presentó con varios señores y fui aceptado como mensajero interno.
Los primeros días fueron muy cansados, porque no conocía las oficinas y tenía que estar preguntando y dando vueltas de más, pero en poco tiempo ya las tenía ubicadas y empecé a reconoce a algunos empleados por su nombre o por el puesto que ocupaban. En esos días, lo más que recibí fueron tres centavos, pues no todos me daban, pero después llegué a recibir hasta diez centavos, lo que sí significaba algo, tomando en cuenta que el pan lo vendían a tres o cuatro piezas por un centavo y en el tianguis se pedía “un centavo de tomates con chiles verdes” y regalaban el cilantro y la cebolla para la salsa.
Además me ahorraba lo del tranvía caminando de la casa al trabajo y viceversa.
PALACIO CORREOS MÉXICO |
Mi trabajo me gustaba y me divertía. No era cosa de juego, porque ni yo ni nadie se habría atrevido a corretear en las escaleras o en los pasillos. Todos éramos muy formales.
Con los demás chicos que hacían el mismo trabajo nunca hice amistad, porque yo salía corriendo para llegar a casa. A veces me entretenía en comprar pan en La Ideal, que estaba a una calle del Correo, o una torta enorme en la tortería de enfrente, la cual repartíamos entre los tres.
Fueron unos meses formidables, porque mi mamá se hizo de una clientela, principalmente de las esposas de los médicos compañeros del Dr. Maíz y con lo que yo aportaba, la situación se hizo llevadera.
No llegué a cumplir un año en ese trabajo, porque sin esperarlo, me dijeron que iba a estar en una ventanilla de las que vendían estampillas. El sueldo era de 50 centavos a la semana, pero era mi primer sueldo fijo. Mi mamá y mi hermanita hicieron fiesta.
Pronto me adapté a mi nuevo trabajo y empecé a hacer amistad con varios muchachos de mi edad, como Luis Ponce, Octavio Medina, Pepe Alcocer y, aunque era mayor que nosotros, con el señor Francisco Brambila, quien pronto hizo que me ascendieran a ayudante de su secretario, con el apoyo del Sr. Hinojsa. Ambos consiguieron que mi trabajo, en el cual el sueldo no había cambiado, terminara a las cuatro de la tarde para que pudiera seguir con mis estudios.
Cuando por fin los terminé, incluyendo Taquigrafía y Mecanografía, tuve una nueva promoción: fui el secretario del señor Esquivel, una persona amable, pero demasiado seria; sin embargo, a él le debo haber conocido el funcionamiento interno de lo que era el Correo: me hizo investigar cómo se había iniciado y me obligó a consultar constantemente las leyes que lo regían. Para que mi conocimiento fuera profundo me nombró Visitador de Correos, con una pequeña mejoría en mi sueldo y con pago de viáticos.
Ahí empezaron mis correrías por la República.
Mi trabajo consistía en ver cómo funcionaban las oficinas de correos en las ciudades más importantes y entregar un reporte minucioso a mi jefe, pero no podía intervenir para corregir los errores, tan sólo debía detectarlos y analizarlos para mi reporte.
Así fue como llegué a Querétaro cuando ya tenía 20 años.
Sí, recuerdo que nos lo dijo, por lo que creímos que la boda con Lupita sería pronto. Nunca imaginamos que su noviazgo se prolongaría por seis años.
Yo mismo pensé que nos casaríamos en poco tiempo, pero, como le dije, empezaron mis correrías por el País y pude darme cuenta de la miseria en que estaba: no visitaba poblados pequeños, pero desde las ventanillas del ferrocarril se percibía la pobreza de la gente y en las estaciones se abalanzaban sobre los viajeros para vender sus pobres mercancías como elotes cocidos o tostados, tamales, quesadillas, tacos preparados rápidamente antes de que avanzara el tren, algún mal pan hecho por ellos; pero yo no veía sus mercancías, los veía a ellos, sus rostros macilentos con sombreros de palma agujerados y los andrajos que los cubrían, así como a los chiquillos que rogaban para que algo se les comprara.
Siempre procuraba comprar algo más de lo que apetecía, pero mi caudal también era escaso.
Sin embargo, algo hervía dentro de mí al pensar en que esos seres desgraciados eran peones o sirvientes de los grandes hacendados, dueños no sólo de grandes terrenos que les producían pingües ganancias, sino dueños también de esos infelices, tanto hombres como mujeres, sometidos a jornales de hambre.
Siempre que tuve frente a mí este espectáculo, sentí que la ira se me subía a la cabeza; la primera vez lo comenté con mi jefe. El señor Esquivel me contestó con amargura:
-No se fije, don Miguel, son cosas inevitables: siempre habrá pobres que trabajen para los ricos, es la ley de la vida.
-Pero señor Esquivel, eso es totalmente injusto. Se trata de hombres, mujeres y niños iguales a los demás. ¿Por qué no se les da algo más?
-Porque, desgraciadamente, siempre “las gallinas de arriba mojarán a las de abajo”.
Esta respuesta me enojó más y en cuanto pude, lo comenté con mis amigos.
Desde que empezaron mis viajes nuestra amistad había crecido y estábamos en una constante comunicación, aunque fuera por carta o por teléfono. Ahora, cuando podíamos, nos reuníamos a platicar en un café pequeño que había a una calle del Correo, porque enfrente había una cantina que se llamaba así, “El Correo”, pero ninguno éramos de copa, por lo que dimos por ir al café y, mientras tomábamos una taza y fumábamos cuantos cigarros podíamos, hablábamos en contra de los ricos y del gobierno. Ahora todos tratábamos de saber más de la política, pues había rumores de revueltas en el norte, aunque el principal periódico del país, El Imparcial, hablaba siempre del éxito del General Díaz, que acababa de inaugurar una colonia, que sería la más elegante del país, la Juárez, que ya competía en belleza y elegancia con la Roma; o bien , de la recepción que había dado la Primera Dama, Doña Carmelita, a las esposas de los Embajadores. Pero de lo que sucedía en el interior de país poco se mencionaba, como no fuera el fusilamiento de un grupo de desarrapados que había enfrentado al ejército.
CANTINA EN MÉXICO |
Pronto nuestros comentarios ya no se circunscribían al café: poco a poco nos fuimos reuniendo en los pasillos del Correo, hasta llegar a hacer nuestros comentarios más exaltados dentro de las propias oficinas; ya no nos cuidábamos de no mencionar al Presidente, hablábamos criticando a Díaz y su camarilla del Gabinete, los “Científicos”, como se les conocía y que, por su presunta aristocracia, habían conseguido la admiración del pueblo que ni siquiera advertía las crueles diferencias existentes entre esos ricos prepotentes y la miseria que a ellos los consumía.
En una ocasión, mientras el señor Esquivel estaba fuera de la oficina, alguno de los compañeros me preguntó qué opinaba del movimiento que decían que había en el norte y yo, exaltado, sin dominar la potencia de mi voz, declaré mi simpatía por los alzados y mis deseos de que ese señor Madero del que tanto se hablaba, llegara para quitarle la presidencia a Díaz.
Nunca supe quién fue con el cuento de lo ocurrido al mismo Director de Correos, pero dos días después, el señor Esquivel me dijo que había recibido la orden de la Dirección de liquidarme por rebelde y por estar conminando a mis compañeros a la insurrección. Me habló de la pena emorme que era para él tener que despedirme, porque me consideraba un buen elemento, con futuro por el trabajo que realizaba, pero no podía desobedecer esa orden, por lo que debería ir a la caja para que me liquidaran.
-No se deje ofuscar por sus ideas políticas, don Miguel. Recuerde que “no todo lo que brilla es oro” y sobre todo, no debe morder la mano que le da el pan.
-Desde luego no es esa mi intención, señor; lo que pasa es que no puedo quedarme indiferente al ver la miseria que hay por todas partes, mientras aquí se tira el dinero en inauguraciones, recepciones o grandes saraos.
No es que tenga algo en contra del Presidente Díaz, porque sé que ha obtenido grandes triunfos para el país, que lo ha dado a conocer en el mundo entero y que ha querido hacer de la Capital, una semejante a París; pero su camarilla, los tales Científicos, han enloquecido en el poder y por eso no quieren que él deje la presidencia, sin tomar en cuenta a la gente pobre.
GENERAL PORFIRIO DÍAZ |
-El que usted grite no va a cambiar este sistema y sí, como ahora, puede arruinarlo y hasta destruir su futuro.
Supe que era muy razonable lo que me decía, pero no podía cambiar la situación y no iba a retractarme de lo que era mi verdadera manera de pensar.
Todavía tuvo la generosidad de darme los datos de un despacho de abogados en el que quizá pudiera conseguir empleo.
Nos dimos un caluroso abrazo y abandoné la oficina en la que había creído llegar a viejo.
Para subir a despedirme del señor Hinojosa, tuve que secarme las lágrimas. Mi buen amigo me dijo lo mucho que sentía la situación, que estaría en contacto con nosotros en cuanto supiera de algún trabajo y también nos despedimos muy conmovidos.
Yo todavía no sabía que en menos de una semana, saldrían también mis amigos Luis, Octavio y Pepe.
No me quedó más que ir por mi liquidación.
-Todavía tengo presente cuánto lloró Lupita cuando recibió la noticia, porque creyó que su boda se cancelaría definitivamente. Recuerde que nosotros habíamos regresado a la Capital y pagado con sangre nuestro regreso.
-Deben haber sido muy duras las horas para ella, pero yo, en el momento de saber esto, decidí casarme cuanto antes, empleando lo de mi liquidación y buscar un trabajo lo más pronto posible.
Conseguí el trabajo en el despacho por la recomendación del señor Esquivel, pero el sueldo volvió a ser de cincuenta centavos a la semana. Con ese salario no podía casarme, pues era condenar a Lupina a la miseria. Fue por eso que dejé pasar tanto tiempo para casarnos.
Ya sabía que la situación de ustedes era apremiante y que habían pasado por una pena terrible, aunque bien a bien, no sabía por qué habían decidido volver a la Ciudad de México.
-¡Ay Miguel! Volvimos porque la vida se había vuelto muy difícil en Querétaro. De pronto aparecieron soldados por todas partes y las familias enteras empezaron a salir rápidamente, porque había empezado la “Leva”. Se llevaban a todos los hombres, fueran viejos o muchachos, para hacerlos soldados. Los acuartelaban y, decían las malas lenguas, los hacían fumar mariguana para que no se dieran cuenta de lo que les sucedía, sobre todo si les tocaba ir a combatir a los alzados.
NOTA "EL IMPARCIAL" MÉXICO |
Corría el rumor de que ya habían dejado sin hombres varios pueblos y rancherías y que las mujeres estaban en los cuarteles rogando para que los dejaran en libertad. Pero lo que nos decidió, fue que una mañana, muy temprano, Lupita iba a comprar el pan, cuando oyó sobre el empedrado los cascos de un caballo y al voltear, vio que el que montaba era un hombre de sombrero de palma y mal encarado; como debía cruzar la calle, esperó para que pasara el animal que venía al trote corto, pero en el momento en que estuvo junto a ella, el hombre se agachó, tratando de echarle el brazo por la cintura. Gracias a que por instinto ella se acuclilló, pudo evitar el abrazo del hombre y hacer que casi perdiera el equilibrio, instante que ella aprovechó para meterse en una casa cercana. Cuando el hombre desapareció, corrió a decirme lo que le había pasado; iba demudada y temblando asustadísima. En ese momento decidimos dejar Querétaro.
Por otro lado, nuestros trabajos ya no tenían salida, pues la gente prefería abastecerse de comida que comprar bordados finos. Aunque Chelo seguía teniendo ventas, eran muy pocas y se limitaban a ropita de bebé sencilla, porque era la barata. También ella estaba muy preocupada, así que cuando le dijimos lo que había pasado, nos dijo que nos fuéramos, porque ella también pensaba salir de Querétaro, aunque no sabía a dónde ir.
Puso en liquidación la mercancía que quedaba y en pocos días, ella tomó el tren para Guadalajara para reunirse con unas amistades y nosotros, un poco después, regresamos a la Ciudad de México.
Continuará…
Maestra Laura Martha Chávez Carrión.
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