EL REENCUENTRO 19
...Nuestro regreso a la Capital fue alegre y promisorio.
Aunque no era nada del otro mundo, teníamos un pequeño caudal con el que podríamos pasarla mientras buscaba mi recontratación; antes de irnos habíamos tomado una vivienda de tres piezas en la calle de La Nacional que usted y Conchita chica ocuparían hasta nuestro regreso, aunque se sobreentendía que continuarían viviendo con nosotros, por lo que no teníamos el problema de buscar adonde vivir y además, los dos estábamos profundamente enamorados.
El volver al Palacio de Correos me llenó de alegría. El problema estuvo en que me dieron trabajo de escritorio en Contabilidad y el sueldo era muy bajo. Lupina no pudo controlar su enojo al saber lo que iba a ganar y hasta me sugirió que buscara otra cosa, pero yo sí quería quedarme, porque ahí había iniciado una carrera que, tarde o temprano sería reconocida.
A partir de entonces, su carácter cambió: se hizo irascible e intolerante. Cuando llegaba del trabajo y me ponía a cantar, me hablaba en un tono áspero que hacía que suspendiera mi canto a diferencia de lo que había sido, cuando me decía que le gustaba mucho que cantara y a veces, cantaba conmigo. Era notable el tono impaciente con el que hablaba con usted o con su hermana Conchita, como si le molestara su presencia.
- Sí Miguel. Definitivamente cambió su manera de ser: Empezó a molestar a Conchita diciéndole que no hacía nada, a pesar de que ambas procurábamos ayudarla en la limpieza de la casa y en la preparación de la comida. Nos dábamos cuenta de que quería que nos fuéramos. Todo lo atribuíamos a que estaba ya esperando a Carlitos, hasta que la situación se hizo insoportable y tuve que hablar con Eduardo para decirle que íbamos a buscar una vivienda y que tendría que darnos más dinero.
- Tengo muy presente el día que al llegar a comer, estaba su hijo y me dio las gracias por el tiempo que ustedes habían dispuesto de nuestra casa, comunicándome que en cuanto hallaran una vivienda, se marcharían. La más sorprendida fue Lupina que, aunque no hablaba directamente con Eduardo, dijo que se iban cuando más las necesitaba por su ¨ estado ¨, pero nada hizo que cambiaran de parecer.
Esa tarde me dijo todo lo que había sufrido por Eduardo y por qué lo trataba mal. Que cuando ya estábamos por casarnos, pretendió volver a golpearla y ella lo amenazó con salirse en ese momento de su casa para irse a vivir conmigo sin casarnos y que gracias a eso y a la intervención de usted y de Conchita dejó de amenazarla. No podía ocultar su enorme y justificado resentimiento, aunque a mí la situación siempre me resultó incomodísima.
Cuando ustedes se mudaron, juzgó que era injusto que la dejaran sola cuando faltaba poco para el nacimiento del niño, pero no dejó de limpiar su casita, manteniéndola tan limpia como siempre. No puedo decir que yo la ayudara: no tenía la costumbre y me parecía indigno. Como le dije alguna vez: - Dios y los hombres han determinado que la Paloma es para el nido y el León para el combate -.
Felizmente ustedes estuvieron a la hora del nacimiento del niño para ayudar a la partera y todo salió perfectamente. Yo me reclamé por ser tan inútil, pero mis costumbres estaban muy arraigadas. Nunca cambié.
Aunque la llegada de Carlitos me dio mucho gusto, jamás demostré mi alegría y procuraba no acercarme demasiado al niño: era de la mamá. Era ella la que tenía que atenderlo en todo, pero no debía desatenderme a mí, YO era el JEFE de la CASA.
¡Cuánto me pesó después esta actitud!
Pasados unos meses la situación se hizo más y más crítica en todos sentidos: el dinero no alcanzaba, sus exigencias eran más urgentes cada día y su carácter parecía haberse agriado irremisiblemente.
Una noche, viendo el maravilloso cielo azul cobalto de México tachonado de estrellas, la tomé de la mano y la llevé al patio.
- ¡Mira! – le dije - ¡Mira todo lo que tenemos! ¡¡¡ Todo el universo nos pertenece!!!
Recibí un balde de agua fría cuando ella me contestó que ojalá ese universo nos diera para los gastos de SU HIJO y dando media vuelta, se metió a la casa.
Por primera vez sentí que no podía ocultar mis lágrimas y me quedé en el patio mucho tiempo: Me di cuenta de que me había equivocado; nunca pensaría ni sentiría como yo.
¡Yo tenía en mi haber la luna y las estrellas!…Ella tenía en su mira cosas más tangibles!…¡Pero yo la amaba!…
- Pero usted la traicionó… Había escrito que nunca dejaría de quererla…
- Y no dejé de quererla. ¡Ya sé a qué se refiere al decir que lo había escrito! La dedicatoria de ese retrato… La recuerdo:
¨ Si de este papel la imagen se esfumara un día,
será entonces, Lupe mía,
cuando yo haya dejado de quererte.
Pero eso no sucederá
Porque antes que perderte,
Este cuerpo mío sucumbirá
Y mi alma, en las tinieblas se perderá.
Y así fue, porque nunca dejé de amarla, a pesar de todas las apariencias.
Pero el dolor que me causó fue irremediable; aunque yo trataba de ocultar mi pena, no lograba más que disimularla con una terrible actitud hosca y malhumorada.
Pasaba la mayor parte de la noche leyendo y fumando desmedidamente mis cigarros Delicados que eran los más fuertes en esa época y prendiendo el que empezaba, con la colilla del que ya había consumido. Mi vicio aumentó escandalosamente, como me decían mis amigos.
Estaba absolutamente solo. Aunque no era de grandes confidencias con mi madre, tal vez me habría refugiado en ella, pero ya tenía su propio dolor: por esos días había ido a verla Isidro y le llevó la noticia de que el Padre Benjamín había muerto en medio de una balacera que se armó entre grupos revolucionarios enemigos, pues cuando el Padre pedía que hubiera paz, las balas lo alcanzaron y quedó tirado a media calle. Cuando la balacera cesó y pudieron acercarse a él, ya nada pudieron hacer: estaba muerto.
Naturalmente la noticia trastornó por completo a Mamá Remeditos y lloraba desconsolada diciendo que un Santo Varón como él no merecía esa muerte. Había perdido el último lazo que la ligaba a su familia.
En fin, que en lugar de pedirle consuelo, yo tuve que consolarla, tratando de que se calmara, pues se puso tan mal, que temí que cayera enferma. Su vida no había sido fácil y ahora, lo poquísimo que yo les daba, no cubría ni lo mínimo de sus necesidades. Seguía cosiendo lo que podía, cuando había que hacer un vestido se consagraba a ello, pero si no, pegaba parches, cosía bastillas, pegaba botones o hacía ojales o zurcidos, lo que fuera, con tal de allegarse unos centavos, siempre ayudada por mi hermanita Cecilia que nunca quiso estudiar; con trabajos terminó el cuarto año.
Desesperado por la situación económica en ambas casas, decidí hablar directamente con el señor Hinojosa que ya era el Administrador de Correos, para pedirle que me diera otra vez el puesto de Revisor, porque al menos tendría los viáticos como sobresueldo, pero me dijo que ese puesto ya había desaparecido, que sólo podría ser Inspector de Correos en el interior de la República, lo que suponía viajar constantemente para detectar las fallas en las diferentes sucursales, estudiar el problema y solucionarlo, permaneciendo en la sucursal el tiempo que fuera necesario. No se trataba nada más de las sucursales de las ciudades, sino de todos los poblados, grandes o pequeños que tuvieran oficinas de correos. Se daba un mes de vacaciones, porque generalmente los viajes se encadenaban uno con otro y no había posibilidad de volver a la Capital frecuentemente. Tendría toda la asesoría necesaria y el sueldo se me triplicaría, con pago de viáticos, pero era prácticamente desterrarme, abandonando a mi familia.
Cuando se lo planteé a Lupina yo había aceptado, pidiendo vacaciones durante todo el mes de diciembre.
Ella también aceptó.
Ahí empezó nuestra separación.
A partir de las experiencias vividas en la hacienda, había decidido estudiar a fondo lo que se refiriera a fantasmas y empecé por acercarme al espiritismo, primero leyendo lo poco que pude encontrar y después, buscando grupos espiritistas que en general me decepcionaron por su charlatanería, pero conocí entonces el grupo en que una Medium, Carmen, me pareció confiable.
Era una mujer seria que decía sí lograr comunicación con los espíritus, por lo que le dije a Lupina que me acompañara a una sesión, dado lo que juntos habíamos vivido.
A regañadientes aceptó, con la condición de no participar directamente.
El grupo le procuró un asiento cerca de la puerta y empezó la sesión. La Medium pareció estar en trance, sin embargo se incorporó diciendo que algo impedía la comunicación con los espíritus. Al cabo de varios intentos dijo:
- Hay aquí ¨ Espíritus Chocarreros¨ que no dejan que los seres del más allá se acerquen. La persona que no cree, debe abandonar esta casa.
De inmediato Lupina buscó la salida y yo con ella. Me dijo que todos éramos unos farsantes.
Fue la última vez que intenté que participara en algo conmigo.
Al día siguiente busqué a Carmen para darle una disculpa y de ahí, iniciamos nuestra amistad.
Para poderme iniciar como Inspector de Correos, tuve que asistir a unos cursos, con tres muchachos más, para prepararnos. El trabajo parecía bastante complejo, pero de inmediato me subieron el sueldo, aunque ya no salía a las cinco de la tarde, si no hasta las siete.
Uno de los peores días en la casa fue cuando encontré a las dos niñas de Eduardo. Lupina, enojadísima, me dijo que Elvira, la mujer de su hermano, había ido como a las diez de la mañana y le había dicho que si podía dejarle a las niñas un momento, que iba ahí cerca y que regresaría antes de medio día. Eran las ocho de la noche y no había regresado.
- ¡No me lo recuerde, Miguel! ¡Otro Calvario empezó! Elvira, aprovechando que Eduardo tenía corridas en el Norte, llevó a las niñas con Lupe y se las dejó. Aurora tenía dos años y Esperanza poco más de tres meses, por lo que Lupe tuvo que amamantarla, ya que estaba criando a Carlitos.
Al principio, como usted lo dijo, temimos que hubiera tenido un accidente, pero al día siguiente que fuimos hasta la calle del Peñón que era donde vivían, encontramos que la casa estaba abierta y no había más que algo de ropa de Eduardo y de las niñas. De ella no había nada. Dejó una carta para su marido que le remitimos a Coahuila.
Preguntando a las vecinas, nos dijeron que había salido con una maleta, acompañada por un hombre.
Nunca la volvimos a ver.
- Fue terrible para Lupina el tener que hacerse cargo de dos niñas del hermano que le había hecho la vida imposible.
Aunque me dolió muchísimo, tuve que dejarla con esta nueva pena en menos de una semana. Me asignaron como primer lugar de trabajo el Puerto de Tampico, una plaza muy importante porque manejaba correspondencia internacional y se había detectado extravío de giros postales provenientes del extranjero.
Saldría de Buenavista al Puerto de Veracruz y de ahí me iría en transbordador a Tampico.
Casualmente Carmen iba también al Puerto de Veracruz, porque a su marido, empleado de una oficina de gobierno, lo habían asignado en esa plaza desde hacía algunos meses, pero ahora lo habían hecho jefe de la misma, por lo que ya fijarían ahí su residencia.
Cuando le comenté de mi partida, me dijo que también ella viajaría en esa corrida. Se llevaría el menaje de casa y a sus dos pequeños, la niña de cuatro años y el chiquito de seis o siete meses.
El día de la salida tuve que ir a la oficina por unos papeles y Lupina quedó de alcanzarme en la estación para despedirnos.
Llegué a Buenavista con bastante anticipación, por lo que fui a los vagones de embarque por si veía a Carmen y, efectivamente, estaba ocupándose del acomodo de su menaje, de modo que traté de ayudarla organizando el acomodo que hacían los cargadores adentro del vagón.
Cuando anunciaron la proximidad de la salida, fui al andén a buscar a Lupina, pero no la hallé. Sonó el silbato de la salida y fui el último en subir al vagón, esperando que llegara. Muy amargado, ocupé mi asiento y permanecí asomado a la ventanilla hasta que salimos de la estación y el andén se encontraba vacío.
Todo el trayecto fue de un gran dolor: no le había importado mi partida.
Le escribí desde Veracruz, en donde tuve que estar más de dos semanas debido al mal tiempo en el Golfo, pero no me contestó. Al llegar al Puerto, pensé en ayudar a Carmen, pero ya estaba su marido esperándola, así que después de las presentaciones me despedí, deseando que no notaran mi profunda pena, pero él, Luis Ernesto Ramírez Iturriaga, insistió en que antes de irme a Tampico los visitara.
Carmen le había hablado de cómo nos habíamos conocido, de modo que el día que fui a comer con ellos, tuvimos una plática muy interesante: no le satisfizo el espiritismo y se interesó en las prácticas que el Dr. Mesmer había hecho en París por medio del hipnotismo, demostrando el magnetismo animal, pero fracasando al intentar demostrar esa misma fuerza magnética en los humanos; un nuevo mundo se me abrió. Me prestó algunos folletos que le habían llegado de España, en donde esa nueva corriente había causado interés como un método curativo. Me habló de otro médico francés que seguía los pasos de Mesmer, un tal doctor Jean- Martin Charcot que sí había logrado hipnotizar a algunos enfermos, es decir, que había producido el sueño magnético en ellos, haciendo exhibiciones públicas de sus avances con lo que había determinado a unos médicos alemanes a seguir con la corriente del hipnotismo para curar las enfermedades mentales.
En mí se despertó una extraordinaria inquietud. Aunque yo lo podría practicar únicamente como entretenimiento. Nunca pretendería usarlo como método curativo, simplemente porque carecía de conocimientos médicos.
Posteriormente intercambiamos libros y conservamos una amistad por correspondencia durante muchos años que fue para mí una fuente de conocimientos, un intercambio de ideas y, en cierta forma, un desahogo.
Puedo decir que lo único que aprendí de este intento, fue la transmisión de pensamiento que practicamos mutuamente Luis Ernesto y yo, porque sólo pude practicarlo tiempo después con mis hijos, cuando eran niños y como un juego.
Como el mal tiempo se prolongaba, no recibí mi sueldo, pues éste ya había sido girado a Tampico, de modo que tuve que hacer el viaje en un ¨camión¨ dando unos tumbos espantosos por el mal camino.
Al llegar encontré una carta de Lupina en la que únicamente me reclamaba que no le hubiera girado dinero, ¨que si ya lo iba a gastar con mi nueva familia¨. Me dijo que iría a ver al Sr. Hinojosa.
Al reclamarle el contenido de su carta, me contestó que había estado en la estación y había visto cómo subía ¨mis ¨muebles, mientras la Medium me ayudaba. Que ya no quería volver a verme porque la había engañado, pero que tenía la obligación de mandarle dinero para el niño.
También recibí una carta de Sr. Hinojosa llamándome la atención, pues Lupina le había dicho que me había ido con una mujer y que seguramente el niño pequeño era mío. Él le dijo que podía hacer que me llevaran por acordada, pero no aceptó, diciendo que lo que quería era que le mandara lo de Carlitos.
Escribí a los dos aclarando la situación y el por qué no había mandado el dinero, pero ella nunca me creyó.
Solo me quedó hundirme en el trabajo, los libros y el cigarro.
- Efectivamente, cuando llegó de la estación hecha un mar de lágrimas, esa fue la explicación que nos dio: que había visto cómo subía usted unos muebles al ferrocarril y luego abordaba el vagón de pasajeros con esa mujer, por lo que pensamos que realmente la había abandonado.
Como recordará, nosotras ya no vivíamos con ustedes: habíamos tomado una modesta vivienda en el Callejón de Girón No 7, que estaba enfrente de una pulquería con un nombre especial, se llamaba ¨Bueno…y qué ¨ y en la que, a pesar de todo, nunca vimos ni supimos de pleitos o escándalos.
Era una vecindad enorme, con 46 viviendas, la mayoría de un cuarto con tapanco y un cuartito que era la cocina. No tenían agua, porque los baños y los lavaderos estaban a mitad del patio que estaba cubierto con los tendederos.
Siempre había hombres, niños y mujeres en los lavaderos, lavándose la cara, las manos y lavando trastos o ropa o acarreando agua para su cocina; sus pleitos, su chismorreo o sus pláticas y cantos llenaban de un ruido espantoso el patio, aumentado por los gritos de los chiquillos que correteaban todo el tiempo.
En la parte del fondo sí había viviendas grandes, de tres cuartos con baño y cocina, pero eran caras y los dueños casi no salían, y menos las señoras…
Conchita hizo un letrero de ¨Modista¨ y con el tiempo llegó a tener clientas de vestidos de percal, pero que le pagaban el peso que cobraba, aunque fuera en abonos.
Una de las señoras ¨encopetadas¨ se hizo su clienta. Vivía en el número 42 y se llamaba Etelvina; su esposo era don Justo Ocampo y tenía una tienda de telas en la calle de la Acequia, cerca de la Merced.
Con ella viví otra experiencia de la brujería.
Esta pareja tenía cuatro hijos y tres hijas, a las que Conchita empezó a hacerles los vestidos con buenas telas; pero ella, según me dijo un día, estaba muy enferma desde hacía varios meses. Tenía en la espalda un forúnculo que le supuraba, ocasionándole muchos dolores, sobre todo cuando le sangraba. Conocía a muchas hierberas que le habían dado diversas tizanas y cataplasmas, sin que sanara. En vano habían consultado a diferentes médicos.
Ese día me mandó llamar porque tenían cita con un médico que le habían recomendado a su esposo como casi milagroso. Se trataba de un hombre joven pero que ya había curado a enfermos moribundos. Se llamaba Gustavo Baz y habían batallado mucho para lograr la consulta y como su consultorio estaba muy lejos, me pidió que me quedara con sus hijos para darles la cena si no llegaban a tiempo.
Efectivamente llegaron ya muy tarde y nada más me dijo que si iba a su casa al día siguiente por la mañana.
Entonces supe su historia.
Había quedado huérfana muy chica en Lerma y los parientes que la recogieron vivían en La Marquesa. A los diez años la mandaron a la ciudad de México como sirvienta de una pareja, eran gente mayor y el señor era Juez y tenía muchísimos libros.
Esas personas fueron muy buenas; como ella no salía los domingos porque no conocía a nadie, decidieron dedicar ese día para enseñarle a leer y escribir y algo de cuentas. Cuando aprendió, le prestaban libros, por lo que tuvo la oportunidad de leer mucho, pero desgraciadamente el Juez falleció y la señora tuvo que irse al norte con alguien de su familia, pero no pudo llevársela. Ya tenía 15 años.
Al verse sola y no queriendo volver a La Marquesa, con lo que la señora le dio de dinero, halló un cuartito muy pequeño cerca del tianguis de la Lagunilla; así decidió dedicarse a vender piedra pómez, estropajo y escobetas, en lugar de ser sirvienta.
Pasó poco más de un año y ya tenía sus clientas, por lo que la iba pasando, aunque siempre pensaba en hacer algo mejor.
Un día llegó un muchachillo dos o tres años más chico, vestido de calzón y camisa de manta y con unos huaraches viejos, que puso en el piso un papel y de un huacal sacó chiles, tomates y jitomates. Ella le fue enseñando que le convenía poner unos ladrillos y encima una tabla para acomodar lo que vendía, pero al ver que su mercancía se le echaba a perder a los tres días, le aconsejó que vendiera jergas o escobas que no tenían que tirarse. Casi no hablaba Español.
Ya después supo que se llamaba Justo y que se había escapado de la casa de su mamá en un ranchito cerca de Cuernavaca, porque no lo había dejado seguir el primer año en la escuela, pues como ella vendía hierbas, hacía que él fuera al monte a buscarlas. Bueno, no era su verdadera mamá, era la mujer de su papá y él le tenía miedo porque era bruja de las buenas y mucha gente iba a buscarla.
Pasó el tiempo y cada vez se hicieron más amigos. Justo aprendió muy pronto a hacer cuentas, hasta más rápido que ella.
Cuando cumplió 19 años, él le propuso que vivieran juntos, aunque sólo iba a cumplir 17. Todo ese tiempo había dormido en el zaguán de una vecindad, dejando de día su jergón detrás de la puerta, de modo que cuando se fue al cuartito de Etelvina, se mostró fascinado.
Un día compraron ropa interior para ella, pero en lugar de usarla, ella la descosió y cortó unos moldes en periódico y decidió hacer esa ropa.
Ahí empezó su negocio. Primero tuvo que pagarle a una señora para que le cosiera, pero después compraron en el Monte de Piedad una máquina, pues viendo cómo cosía aquella mujer, aprendió y se dedicó a hacer la ropa y él la vendía.
Pronto se pudieron mudar a otra vivienda, pero aunque empezaron a llegar los hijos, él le daba muy mala vida; la golpeaba constantemente, al grado de que hizo que se quedara sorda deun oído por un golpe. No era borracho, pero las veces que tomaba, era peor su genio; lo que pasó fue que se le subió el dinero.
Ahora ya se dedicaba a las telas, ella no cosía, se dedicaba a sus siete hijos y con el tiempo, la suegra empezó a visitarlos, y él se mostraba muy chocante, presumiendo ante ella todo lo que ganaba en el negocio. Todo habría seguido su curso si no se hubiera enfermado, pues aunque ahora tenían dinero, no hallaban quien la curara.
El mentado doctor Baz, lo único que le dijo a su marido fue:
- Mira hijo, para ustedes que creen en eso, yo te recomiendo que busques una bruja, a ver si puede curarla porque médicamente, ya los otros doctores hicieron lo que pudieron. Yo te voy a dar unas pastillas para el dolor, pero no la puedo curar.
Ese día su marido había ido a un pueblo cercano a Cuautla a buscar a un brujo que le habían recomendado.
Llegaron cerca de las cuatro de la tarde, porque ese señor mal encarado que llevaba puesto un overol sucio, unas botas de minero y sombrero de palma, tuvo que atender a mucha gente antes de acompañarlo.
Doña Etelvina me dijo que me quedara mientras la examinaba: pude ver que en la espalda tenía como un grano repugnante. Después de revisarla y de indagar muchas cosas, el hombre preguntó si había recibido algún regalo últimamente, ella contestó:
-No. El último que recibí fueron tres macetas que me trajo mi suegra.
Se refería a tres plantas, una de alcatraces, otra de malvones y una hoja elegante que estaban en macetas rojas en su azotehuela y que yo le había alabado.
De inmediato el hombre me dijo:
- ¡Ayúdeme, madre! A ver qué encuentra. Hay que remover la tierra.
Con una cuchara de madera, empecé por los malvones, pero él metió sus manazas en la hoja elegante, me quitó y rápido removió las macetas que faltaban. De debajo de los alcatraces sacó una horrible muñequita de trapo, mal hecha, pero llena de alfileres de cabeza de colores amarillos y rojos, en la zona en que la señora tenía su herida.
Los niños, que ya habían vuelto de la escuela, vieron todo esto con miedo y horror.
El hombre le dijo a don Justo que iba a quitar los alfileres, pero que él debía sostener a su esposa, porque iba a tener dolores fuertes.
Empezó a quitarlos con mucho cuidado, pero cada vez que tocaba uno, oíamos cómo ella gritaba en el cuarto. Eran muchos alfileres, no sé cuántos, pero al oír sus gritos, yo no pude contener mis lágrimas, igual que los niños.
Una vez que acabó de quitarlos, volvió a llamar al señor:
-¿Quiere que el daño se revire a quien lo hizo?
- ¡Sí! ¡Hágalo! – y regresó con su mujer que no dejaba de sollozar.
Sin más, aquel hombre sacó la raíz de la hoja elegante y, en medio de rezos o conjuros, fue formando una cruz alternando los colores y volvió a arreglar las macetas.
Después machacó en el molcajete unas hierbas que sacó de su morral, le puso esa cataplasma y le amarró una especie de venda que hizo cortando una sábana, diciéndole que se acostara boca arriba y pasado mañana ya se podía bañar.
Todo le ocasionaba terribles dolores a la pobre mujer y dijo que la cataplasma hacía que le ardiera, como si se estuviera quemando.
Ordenó que se hirvieran otras hierbas para que tomara el líquido como agua de uso; él vendría en dos días para ver si había mejorado
Les dijo que lo más pronto posible se cambiaran de casa y no se llevaran las macetas, aunque ya no podían hacer daño más que a la persona indicada.
Cobró y se fue.
Al salir, me topé con un corro de vecinas que querían saber qué había sucedido, por qué gritaba la señora, quién era ese hombre…
Me libré de ellas con evasivas, sin decirles nada.
Cuando volvió dos días después, la herida estaba casi cerrada y los dolores habían desaparecido. Le dejó nuevas hierbas para que siguiera tomando el agua y dijo que ya no regresaría, que en ocho días ella estaría curada y así fue.
Poco tiempo después se mudaron de casa y yo no los volví a ver, pero Conchita siguió haciendo la ropa de las niñas y me comentó que habían comprado una casa muy grande en Regina, era una casa con jardín, corral, cochera y muchas piezas; la señora Etelvina me mandaba saludos, diciendo que fuera a verla, pero ya mis pies me molestaban mucho y nunca fui. Por mi hija supe que su suegra, casi en seguida que ella sanó, cayó enferma con dolores terribles en todo el cuerpo que fueron consumiéndola sin que ella ni sus conocidos, con todos sus poderes, pudieran hacer nada por aliviarla, porque sabían que había sido una brujería muy fuerte la que había recibido y que era mortal.
Murió en medio de gritos y llantos por los dolores espantosos y ordenó que en cuanto muriera la quemaran en el cerro, para que el mal saliera de su casa.
CONTINUARA...
MAESTRA LAURA MARTHA CHAVEZ CARRION.
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