EL REENCUENTRO 21
- Todas estas
reflexiones siempre acababan por hacerme sentir la profunda soledad que me
rodeaba, porque difícilmente podía compartirlas con quien habría querido
hacerlo, con Lupina, si ella hubiera sido capaz de comprenderme.
- Pero
usted no estaba solo…
- No
Conchita, no puedo negarlo. A estas alturas ya no estaba solo…Habían sido
muchos años de soledad…
Durante mucho tiempo
estuve dedicado por completo al trabajo, recorriendo toda la costa del Golfo,
por cierto que en Minatitlán hubo una fiesta de Carnaval a la que me invitaron
unos pilotos de Mexicana de Aviación y tuve la nefasta idea de mandarle a los
niños, para que jugaran, gorros, cornetas y silbatos y, cuando llegué meses
después a la casa, Lupina los sacó de donde los había escondido, para romperlos
delante de mí, diciendo que, mientras yo andaba en francachelas con amigos y
amigas, mis hijos se morían de hambre. Y la verdad era que sí, tuve ¨amigos y
amigas¨ y hasta algunas relaciones, pero totalmente circunstanciales: mis únicos
amigos eran los de siempre, los del D.F., porque para entonces, mi amigo Luis
Ernesto había muerto de un ataque al corazón por lo que me sentía más solo que
nunca.
Viví cosas muy
interesantes, es cierto que todas las experiencias que tuve en mis viajes valieron
la pena: nada tan impresionante como lo visto en Catemaco; ahí sí que vi la
brujería muy de cerca.
Todo mundo sabe que
es un verdadero nicho de brujos, pero para ponerse en contacto con ellos hay
que ganarse la confianza de los suyos.
Me dijeron que para
llegar al Maestro Rutilo, tenía que ir dos o tres veces a comer a determinada
barraca de las que están a la orilla de la laguna vendiendo comida y hacer
plática con la dueña desde el primer momento, para que me fuera conociendo, de
modo que fui a comer y luego luego entablé la plática con ella, una mujer
gruesa que fumaba puro, alabando sus guisos; le platiqué de mí, de mi familia,
de lo que extrañaba, de mi trabajo, sin preguntarle nada.
Al día siguiente,
durante el desayuno nada más la saludé, pero me di cuenta de que me observaba.
Por la tarde, cuando acabé de comer y encendí mi cigarro, se acercó y me pidió
un cerillo para prender su puro y le dije que se sentara a fumar conmigo. Me
dijo que por qué no consultaba con alguien que pudiera hacer que mi mujer se
acercara a mí. Aproveché para decirle que esa era mi intención, que alguien me
había hablado del maestro Rutilo, pero que no tenía idea de cómo buscarlo.
A la hora de la cena
se sentó junto a mí, diciendo que estaba tratando de saber en dónde estaba don
Rutilo, que tal vez al día siguiente me podría dar el dato. Por la mañana fui a
desayunar temprano porque tenía que ir a trabajar y le pedí que por la tarde,
después de la comida platicáramos.
Esa tarde se ofreció
a llevarme a casa de don Rutilo, pero que ella no me iba a decir nada, así que
nunca supe si eran parientes o qué.
Me metió por entre
las barracas y por unas callejuelas que pensé que nos habían alejado de la
laguna; tocó en una puerta desvencijada y se fue. Abrió un hombre indígena, vestido
de manta, con huaraches, cuyos ojos me impresionaron: parecía que taladraran mi
mente…
Me identifiqué pero
no hablé de quién me había llevado, lo único que le dije fue que necesitaba su
ayuda y entramos. No sé si ahí vivía o sólo era su ¨ consultorio¨, pero era
impactante: tenía las cuatro paredes saturadas de imágenes de Santos, lo mismo
Martín Caballero que San Agustín, San Francisco, San Ignacio de Loyola, San
Cristóbal, San Antonio o la Virgen de Guadalupe, con un búho vivo, en su
percha; un halcón disecado, así como ristras y ristras de ajos y Ojos de venado
y muchos listones de colores, sobre todo, rojos. El piso de tierra estaba
cubierto de petates desgastados en los que pululaban los gatos; había además
muchos pequeños altares cubiertos con veladoras de todos colores, unas
prendidas y otras consumidas y varias fotografías, algunas muy borrosas, cirios
de colores, semi envueltos con trapos; sobre los petates, pegadas a las paredes
estaban unas piedras negras lisas y en algunas, había también velas y veladoras
de colores encendidas, sin faltar los consabidos horrendos muñecos de trapo y
completaban el mobiliario unas cuatro o cinco sillas bajas de palma y un cable
que colgaba en el centro, con un pequeño foco en los que las moscas habían
dejado su huella.
Pese a todo, era un
lugar bastante colorido, por lo que no resultaba lóbrego.
En el muro frente a
la puerta había una pequeña ventana que me permitió ver que seguía junto a la
laguna; no supe realmente cómo había llegado.
El aire estaba
totalmente enrarecido, por lo que me costó trabajo respirar y me dio un ataque
de tos.
- Esa es
tos de fumador – me dijo – Tienes que dejar el cigarro, hermano.
Con eso se rompió el
hielo y mi temor.
Empecé hablándole de
la relación con mi esposa, por lo que necesitaba su ayuda; me pidió que le
llevara una ropa íntima de ella y como le aclaré que no la tenía, me hizo una
¨limpia¨, pasándome por todo el cuerpo un ramo de hierbas de pirul, alfalfa,
eucalipto y no sé qué más. Lo que me impresionó fue que del ramo empezó a caer
en el papel en que me había parado, mucha sal. Traté de ver si la tenía en la
mano o entre las hierbas, pero no pude ver nada. Me dijo que era que estaba
rodeado de malas voluntades, pero que lo que estaba haciendo
evitaría el daño y que iba a ver cómo las cosas se me facilitarían. Al día
siguiente me leyó el Tarot, diciéndome que mi esposa sí me quería, pero que se
sentía muy herida y que mi vida no iba a ser muy larga, que era urgente que me
alejara del cigarro para siempre.
Haciéndole plática y
yendo todos los días que permanecí en Catemaco, me tomó confianza y empezó a
decirme que la vela o veladora, según el color, se usaba para diversas
peticiones: la verde para que los negocios prosperaran, la amarilla para atraer
el dinero, la roja para retener al ser amado, la azul para tener el amor de
alguien, la blanca para la salud. Debían prenderse enfrente del retrato de la
persona en la que se tenía interés y, según lo que se deseara, a una hora
determinada; por ejemplo, si uno quería que volviera la mujer amada, la
veladora o vela, debía encenderse a las 12 de la noche y llamar a la persona
por su nombre, diciéndole que tenía que volver, pero además, durante diez días,
se debía, a la misma hora, llamarla gritándole, porque a esa hora estaría
dormida y había que despertarla a gritos para que entendiera el mensaje, aunque
seguramente se volvería a dormir y al despertar, para ella habría sido un sueño
que la inquietaría hasta hacerla volver. Entre tanto, la “luz” debía permanecer
encendida de día y de noche.
Yo había visto
también velas negras y, al preguntarle por ellas, se mostró inquieto y medio
molesto, pero me dijo que se usaban para provocar la muerte y se prendían en
las piedras negras y sobre el retrato de la persona a la que se le quisiera
hacer el mal, pero que él no practicaba la ¨Magia Negra¨, por lo que siempre
las usaba combinadas con las de colores, de acuerdo con la petición. Que cuando
la fotografía se ¨emborronaba¨ se debía buscar a la persona, porque el
¨trabajo¨ ya estaba hecho.
Para esto, yo ya le
había comentado de mi estudio sobre las religiones, lo que le interesó y tal
vez por eso se explayó.
Había entendido que
mi interés era para conocer más de estos misterios, como lo había sido el
estudio que le había comentado.
Me explicó que en
Catemaco había quien se dedicaba a la ¨Magia Negra¨, pero que el mejor era el
Maestro Augusto. Que si quería podía llevarme, pero que él sí hacía ese tipo de
magia porque era adorador del diablo y hacía Misas Negras en las que, se decía,
mataban animales y bebían su sangre.
Me dijo que el Vudú
es una de las religiones o prácticas más antiguas. Fue traído a América por los
esclavos africanos; se le relaciona con el Cosmos y se dice que los sacerdotes
Bokor pueden crear zombis que son muertos resucitados a los que esclavizan.
Para hacer el mal
utilizan muñecos a los que clavetean de alfileres, tal como usted vio con su
amiga, pero se necesita tener facultades especiales y dominar todos los
conjuros.
Sus guías
espirituales son seres sobrenaturales llamados Loas y los principales son el
Barón Samedi, la Maman Brigitte y Dambolla que habla a través del sacerdote más
poderoso. Se puede recurrir a Hougan si se es hombre y si se es mujer, a Mambo,
pero el que verdaderamente hace el mal, es Bokor, que significa Brujo.
Fue el Vudú el que
dio origen a la Santería Cubana. En ella se emplean nombres africanos, pero
están representados por imágenes religiosas del critianismo, fundamentalmente
con la Virgen de la Caridad del Cobre; ahí sí se dio el sincretismo.
Las prácticas más
frecuentes son las del Oráculo de Biagué, para el que se emplea el coco al que
llaman Obi y que consiste en partir el Obi sin golpearlo en el suelo porque eso
ofendería al Orisha Obi. Se cortan cuatro pedazos del coco y con la uña del
pulgar de la mano derecha se sacan los Pikuti, o sea, pedacitos pequeños en la
cantidad que requiere cada deidad a la que se le solicita ayuda para la
interpretación: para Oshún son cinco, para Elleguá tres y para Shangó, seis y
se colocan en un plato blanco, pero antes de iniciar la lectura del destino, se
debe pedir permiso a Elegguá. Sólo los sabios pueden hacer interpretaciones.
Oráculo de Biagué |
Otra de las
prácticas recurrentes es el Mal de Ojo, que sólo pueden hacer personas con
poderes y conocedoras de los rituales para curar o dañar. Se recurre a este
tipo de brujería porque es sencilla, no deja evidencias y es efectiva. Se puede
ejercer mentalmente por proyección de energía negativa, sin necesidad de
recurrir al ritual.
La persona afectada
puede empezar a padecer equivocaciones, buscar pleitos, sentir cansancio o
sentir que alguien la empuja y puede llegar
a la autodestrucción sin proponérselo.
Para recuperarse
necesita la ayuda de una mente más poderosa que la que le hizo el mal.
Con la magia negra
siempre se hace mucho daño; las plantas que usan, son como el toloache que
embrutece o mata.
Toloache |
Se usa también la
¨cinta roja¨ con la que se mide a una persona y la que le manda hacer el daño
se la amarra a la cintura y ya la tiene en su poder para que cumpla sus
caprichos, para enfermarla o hasta matarla.
Yo ya había
escuchado la expresión: ¨te tiene tomada la medida¨. Pero hasta entonces
comprendí su alcance.
- En la
Magia Blanca siempre, antes y mientras la practicamos, invocamos y rezamos a
nuestro Padre Dios y a su Hijo Jesucristo.
Efectivamente, ya
había podido observar que rezaba mientras me hacía la limpia, aunque no pude
entender sus palabras.
Vencí mi temor y una
tarde me llevó a ver al Maestro.
Era una casucha como
todas las que hay a la orilla de la laguna, pero él tenía una salita de espera
que estaba llena con algunas personas sentadas en sillitas bajas de palma. Al
vernos llegar, una mujer sucia y desagradable saludó al Hermano Rutilo y nos
dijo en voz baja:
- El
Maestro Gusto está ocupado; si lo quieren ver, tienen que esperar turno.
El Hermano Rutilo se
fue y yo decidí esperar un rato.
Al poco tiempo se
abrió la puerta y salió un hombre mayor con cara de angustia y paso lento, por
lo que pude ver el interior: era un lugar lóbrego, con trapos negros colgando,
velas encendidas y un “retrato” del diablo al fondo.
Le dije a la mujer
que ya no tenía tiempo y salí como si todos sus demonios me fueran
persiguiendo, no por miedo, sino por horror y asco.
Tuve oportunidad de
conocer a otros brujos de Magia Blanca, pero al “Maestro Gusto” nunca lo vi.
Cuando salí de
Catemaco me despedí del Hermano Rutilo y de mi diligente cocinera,
prometiéndoles volver, pero nunca lo hice porque de ahí me mandaron a
Minatitlán y el trabajo me absorbió.
Estuve en Campeche,
en Chiapas y Yucatán, viviendo muy estrechamente, pues sólo disponía de los
viáticos, porque sabía que en la casa hacía falta el dinero.
Cuando me mandaron a
Torreón recibí un aumento de sueldo que me ayudó un poco, pero seguía faltando
dinero para la familia.
Torreón |
Eso sí,
frecuentemente me acompañaban espectros que me llamaban por mi nombre o me
tocaban. Ya no les temía; el hermano Rutilo me había dicho que si se acercaban
tanto, era porque esperaban que pudiera ayudarlos. Yo trataba de que me dijeran
algo, pero nunca obtuve respuesta, sólo su presencia.
Cada año, cuando iba
a casa a pasar Navidad y Año Nuevo y me quedaba hasta Reyes, buscaba que
mejorara la relación con Lupina, pero nunca lo conseguí, por lo que la
decepción y el abatimiento me hacían desear volver lo más pronto posible al trabajo,
aunque ahora tenía el aliciente de platicar un poco con Carlos, mi hijo, porque
Estela era muy arisca y Mariana todavía era muy pequeña, aunque ya demostraba
carácter.
En una ocasión me
enteré de que estando en 1er año, alguien le prestó un libro diferente
al que ella llevaba y en la tarde, acostada en la cama, estaba leyéndolo o tal
vez sólo viéndolo y su prima Esperanza, jugando, quiso quitárselo y ella, muy
enojada, le mordió la mano y la sangró, lo que le costó una cueriza terrible
que le dio su mamá.
Comprendí entonces
cuánta razón había tenido Mamá Remeditos al decirme que esa niña sería como yo.
Había empezado para ella el gusto por la lectura.
Fue el mío un
peregrinar pues recorrí gran parte del país, aunque a veces tenía que regresar
a algún Estado, pero no a la misma ciudad.
Cuando me mandaron a
Cananea, tuve la oportunidad de conocer a un médico joven que atendía a los
mineros, se llamaba Arnulfo Ayala y era muy cordial, con una eterna sonrisa no
sólo en la boca, sino también en los ojos.
Lo consulté porque
la tos ya no se me quitaba ni con limón y azúcar, ni con miel o el
té de ocote con piloncillo, ni ninguna otra tisana. Su receta fue:
-¡Deje el cigarro! –
cosa que me repetiría en muchas ocasiones, pero nunca lo pude realizar porque
el vicio siempre fue más fuerte que mi voluntad.
Pronto nos hicimos
amigos y confidencialmente me dijo que era masón. Era la época en que yo había
estudiado a esa secta, pero no había podido acercarme, por lo que le pedí a mi
amigo me indicara qué debía hacer para poder ingresar.
- El
requisito indispensable es que tenga usted una religión ¿la tiene?
- Sí, soy
católico, aunque no un buen practicante.
- Creo
que con eso bastará ¿sabe? En Sonora casi todos los hombres somos masones ¿se acuerda
de Don Francisco Madero? Él también lo era, como buen sonorense, y nunca lo
negó. Le prometo que la próxima vez que vaya a la Logia, pediré que lo reciban;
creo que bastará con una recomendación.
Pasados unos días me
dijo que en la Logia estaban dispuestos a conocerme, así que en la primera
oportunidad, lo acompañé a Hermosillo y aunque me pidieron mil requisitos, fui
aceptado en la congregación, lo que me permitió posteriormente acercarme a las
Logias en otras ciudades, pero como le dije antes, a la postre no me convenció
y abandoné la masonería.
Pero el primer viaje
a Hermosillo fue muy importante para mí: cambió el rumbo de mi vida.
Hermosillo |
Mi amigo Ayala me
invitó a pasar un fin de semana en la casa de su familia: aunque habían nacido
en Cananea, su padre, buscando mejorar a sus hijos para que no acabaran de
mineros como él había sido, decidió irse a Hermosillo y dedicarse a la
agricultura, con tal de que sus cinco hijos tuvieran escuela. Prosperó porque
se dedicó al cultivo del algodón y pudo darle carrera a los cuatro varones en
la Ciudad de México: Alfredo, Ingeniero Agrónomo; Arturo era abogado; Armando,
veterinario, todos ya casados y Arnulfo, el médico, lo haría muy pronto. La
única a la que no le dio carrera fue a la “pipiolita”, María Trinidad, la menor
de la familia y que sólo había hecho la Secundaria porque su padre lo había
decidido, sin embargo, a ella le gustaba el estudio y leía de todo por su
cuenta.
Al llegar conocí a
Don Alfredo, el papá y a Doña Trinita, la mamá; los hermanos varones
vivían en otras ciudades con su propia familia y Mari Trini, la hermana,
ocupada en sus labores de casa.
Cuando la criada
avisó que ya iban a servir la comida, pasamos al amplio y ventilado
comedor y allí estaba ella:
La atracción fue
mutua. No era una belleza, sin embargo, era impactante. No se parecía a su
hermano más que en la sonrisa, característica de toda la familia; tenía el pelo
castaño y ondulado, a diferencia del negro y lacio de su hermano y sus ojos
eran color avellana. De estatura un poco más que media, esbelta y diligente,
nos sirvió la comida de la que sólo recuerdo que había machaca en una salsa
verde. Había sido tan fuerte la impresión que todo quedó en segundo plano.
Nos mirábamos a
hurtadillas y los dos días siguientes, nos evitábamos, sin rehuirnos realmente.
Conversamos siempre
en familia, pero fue todo tan lleno de cordialidad, que pronto me sentí
identificado con mis nuevos amigos.
Sólo al despedirnos
el domingo, me atreví a apretarle la mano y ella me devolvió el apretón, lo que
bastó para sentirme feliz, por lo que estuve muy parlanchín durante el regreso
a Cananea.
Durante las dos o
tres semanas siguientes, Arnulfo no me volvió a invitar a su casa, aunque me
contaba que había ido a Hermosillo, pero de pronto, me comunicó que mi
solicitud para ingresar a la Logia había sido aceptada, así que el siguiente
fin de semana lo acompañé.
Nuevamente sentí el
impacto de la presencia de Mari Trini y ahora sí busqué la ocasión de hablar a
solas con ella. Supe que sus gustos eran muy semejantes a los míos y que me
identificaba plenamente con ella, sin embargo, no quise hablar de mis
sentimientos; me limité a hablarle de mi familia y mi trabajo, pero me di
cuenta de que ya su hermano le había hablado de los problemas con mi esposa.
Mis visitas se
hicieron más frecuentes, puesto que había sido aceptado en la Congregación que,
por lo que pude darme cuenta, tenía un gran peso en el país.
Cuando me mandaron a
Caborca y a Ciudad Obregón, me las ingenié para comunicarme con Arnulfo y
llegar a Hermosillo un poco más tarde que él, para no pecar de imprudente, pero
pude percibir que toda la familia estaba enterada de nuestro interés mutuo. Yo
no quería crear falsas expectativas, así es que comenté cual era mi situación
familiar y ellos, como siempre, se mostraron comprensivos y respetuosos.
Decidí entonces
regresar a México para tratar de arreglar las cosas con Lupina, pero antes ya
había hablado con mi jefe de la posibilidad de tener allá una plaza para dejar
la vida errante de la Inspección de Correos.
Mi deseo era
arreglar nuestra situación, volver a México, tener un trabajo de oficina y dar
por terminada toda relación con mis amigos, pero cuando intenté acercarme a mi
esposa, no fue un balde de agua helada, fue un balde de ácido lo que recibí. Me
dijo inclusive que había hablado con un sacerdote y que le había dicho que si
yo pretendía algo con ella, que llamara a un policía para que me sacara de la
casa.
Ni siquiera el
decirle que entonces habría una separación definitiva, que podría llevarnos al
divorcio, la hizo cambiar de actitud. Su respuesta fue: ¨Nunca me voy a divorciar.
A la que levantes podrás darle el ilustre nombre de Tu Querida, pero yo seguiré
siendo Tu Esposa¨.
Le hablé de aquellos
viejos sueños, de nuestros primeros años de noviazgo y matrimonio, de todos
aquellos bellos momentos que habíamos acumulado. Nada la conmovió.
El tiempo y el
rencor habían devorado los recuerdos.
Regresé a mi trabajo
y a Hermosillo, dispuesto a jugármelo todo: le conté a Mari Trini el objeto y
el resultado de mi viaje a México, así como de mis sentimientos hacia ella y me
dijo, que tal como había sido con ella, fuera sincero con su familia, porque ellos
aborrecían la falsedad y que, además, ella como yo, estaba realmente
interesada en tener una bonita relación, porque sentía que éramos afines.
Cumplí con ese
compromiso, expliqué mis problemas, agregando:
- Estoy
profundamente enamorado de su hija y creo que ella me corresponde, pero no
puedo ofrecerle un matrimonio formal, porque estoy casado por el civil y por la
Iglesia, Si ustedes me permiten seguir visitándolos y mantener una relación de
noviazgo con ella, juntos buscaremos alguna solución al problema. Si no les
parece mi propuesta, desapareceré para siempre de sus vidas.
- Mira
Miguel,- me dijo el padre – Si hubieras llegado a esta casa con hipocresías, en
este momento ya te habríamos sacado a patadas, pero desde el primer día diste
muestras de honestidad y lo único que puedo decirte es que es mi hija la que
debe decidir si quiere una relación tan insegura que además puede ser efímera,
aunque ya imagino su respuesta ¿no ves cómo llora?…
Efectivamente,
lloraba desconsolada.
Comprendí que ellos
debían discutir a solas y salí de la casa prometiendo volver al día siguiente
por la respuesta.
Me alojé en un hotel
y al día siguiente, después de la comida, me presenté.
Me llevé una gran
sorpresa al ver que estaban todos los hermanos que me saludaron seria, pero
amablemente.
Quien tomó la
palabra fue Arnulfo:
- Miguel-
me dijo – no hace mucho que te conozco, pero siempre me pareciste un hombre
serio y decente, aunque un poco retraído y triste y ahora has dado una prueba
de honestidad que mucho valoramos. Como ves, estamos la familia completa,
porque es algo que a todos nos concierne; se trata de nuestra hermanita y
deseamos para ella lo mejor, que no es precisamente lo que le propones, pero
ella nos ha dicho lo que siente por ti y no queremos ser culpables de su
infelicidad. Pero sabe desde ahora, que si tú das motivo para que ella sea
infeliz, tendrás que enfrentarte a todos nosotros.
Quien más lloraba
era doña Trinita, aunque don Arturo ya no ocultaba sus lágrimas.
Entendí su pena;
seguramente habían soñado una boda normal para su hija y se les presentaba una
situación ambigua que difícilmente podrían explicar a sus parientes y amigos.
Todos estábamos
profundamente conmovidos, de modo que cuando prometí luchar con todas mis
fuerzas por lograr la felicidad de Mari Trini, mi voz salió enronquecida y
entrecortada por el llanto.
Mantuvimos una
relación de noviazgo durante la que yo fui inmensamente feliz: podía hablarle
de lo que había leído, intercambiábamos libros, juntos salíamos al
campo a disfrutar de la naturaleza, contemplábamos el cielo admirando las
formas caprichosas de las nubes, los atardeceres y por las noches,
disfrutábamos viendo las estrellas; aunque mis conocimientos eran pocos,
trataba de señalarle algunas constelaciones. En pocas palabras, fue volver a la
vida y también al canto y a la música.
Pero cuando menos lo
pensaba, me ordenaron ir a revisar la Oficina Central de Correos de San Luis
Potosí.
Mientras estuve en
la zona, Chihuahua o Sinaloa, no me importó, porque podía llegar fácilmente a
Hermosillo, pero el ir a San Luis significaba que tendría que ausentarme por
mucho tiempo, porque no podría viajar tan frecuentemente como hasta entonces.
Yo sabía que el llegar a la Oficina Central, significaba revisar las sucursales
de la diversas entidades, lo que requería de tiempo que no podía distraer,
además de la escases de dinero para hacer los viajes.
Se acababa mi
paraíso.
Lo hablé con Mari
Trini y ella me dijo que estaba dispuesta a seguirme a cualquier
parte, porque no quería dejarme ir.
Su familia supo lo
que sucedía, pero esta vez no hablé yo; fue ella la que planteó el
conflicto y su decisión.
Don Arturo habló en
privado conmigo, proponiendo que me adelantara a San Luis para buscar un
alojamiento y que mientras pensarían cómo salir airosamente de la situación.
Debía esperar a que él se comunicara conmigo
No tenía opción y
cuando tuve que irme, creí que la perdía para siempre.
Pasadas tres o
cuatro semanas, Don Arturo me llamó por teléfono para decirme que ese fin de
semana debía ir a Hermosillo para que me dijeran lo que se pensaba hacer.
Ya había alquilado
una casita muy pequeña a unas cuantas calles de la maravillosa Catedral y cerca
de la Lonja, de modo que quedaba en el centro, rodeada de edificios hermosos y
no tenía que gastar en pasajes para ir a mi trabajo.
Llegué el viernes
por la tarde a casa de los Ayala. Esta vez nada más estaba Arnulfo.
Catedral de San Luis Potosí |
Me dijeron que
sabían que el domingo a las 11, había en Catedral una boda: el plan era llegar
media hora antes, colocarnos en la nave lateral para pasar como invitados,
seguir la Misa como si fuera para nosotros, con lo que, por voluntad de todos,
quedaríamos casados ante Dios, con la obligación de seguir todos sus preceptos.
Mari Trini se vistió
con un vestido blanco de calle y su mantilla de siempre; llevaba en
la mano una vara con tres azucenas y yo me puse un traje negro de Arnulfo que
me quedaba un poco corto y muy flojo, pero pasaba por un traje de boda.
Seguimos
puntualmente la Misa, escuchando al sacerdote decir “Mujer te doy y no sierva…”
y repitiendo en murmullo las respuestas de los novios. Cuando se trató de
entregar las arras, saqué unas cuantas monedas sueltas para poder decir “Estas
arras os entrego en señal de matrimonio”. Ella respondió en un
suspiro: “ Yo las recibo”. Y sus papás nos regalaron los anillos.
Recibimos la Bendición tan devotamente como si realmente fuera directamente
nuestra.
Así quedamos
casados.
No faltó el retrato
de “bodas” que primero estuvo en la sala de los Ayala y poco después en nuestra
propia sala.
Esa misma tarde,
después de nuestra “comida de bodas”, partimos hacia San Luis.
Para despedirnos de
sus padres, Mari Trini y yo nos pusimos de rodillas para recibir la bendición
de ambos.
- Tienes
que entender que esto es muy duro para nosotros; te entregamos a nuestra hija
mediante lo que parecería una farsa, pero para nosotros no lo es. Consideramos
que esto es una boda que ustedes tendrán que honrar y respetar para el resto de
sus vidas. Espero que no me des motivos para buscarte en otro plan, Miguel.
- Doy a
usted mi palabra de hombre de bien, que nunca tendrá motivos de disgusto de
parte mía, mientras Dios me dé fuerza y salud para responder por mis actos.
Fue la nuestra una
verdadera “Luna de Miel”; esa estancia en San Luis fue llena de felicidad,
basada en las cosas más sencillas de la vida: después de mi trabajo salíamos a
caminar por esas tranquilas y hermosas calles del centro, respondiendo a los
saludos de personas desconocidas, pero siempre amables. Disfrutábamos en el
parque de la puesta del sol o viendo a los jóvenes que daban la vuelta, ellas
en un sentido y ellos en otra, mientras intercambiaban miradas, saludos,
sonrisas y hasta cartitas.
Así de recoleta era
la sociedad de ese tiempo.
Los domingos
asistíamos a Misa de nueve, en la que pronto encontramos los mismos asistentes
y con quienes llegamos a hacer una leve amistad, sin llegar a intimar. Comíamos
algo especial de “domingo” que preparaba Trini, una buena cocinera, pero sin
querer echaba de menos la deliciosa comida de Lupina.
Dominé mis recuerdos
para no enturbiar esta nueva y maravillosa relación que significaba poder
disfrutar plenamente de la naturaleza: las mariposas, abejas, flores, plantas
silvestres, nubes, lluvia o luna y estrellas, llenaban nuestro tiempo, tanto
como contemplar la hermosa arquitectura del centro de San Luis o las pinturas,
esculturas y retablos de sus iglesias, para no hablar de los libros, algunos
leídos juntos, aunque yo no pude deshacerme de mi manía de
desvelarme para leer o escribir y fumar y fumar todo el tiempo, a
pesar de los regaños o las súplicas de Trini
… CONTINUARÁ
MAESTRA LAURA MARTHA CHÁVEZ CARRIÓN.