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lunes, 28 de enero de 2013

NOVELA EN LINEA 21


EL REENCUENTRO 21


- Todas estas reflexiones siempre acababan por hacerme sentir la profunda soledad que me rodeaba, porque difícilmente podía compartirlas con quien habría querido hacerlo, con Lupina, si ella hubiera sido capaz de comprenderme.
-  Pero usted no estaba solo…
-  No Conchita, no puedo negarlo. A estas alturas ya no estaba solo…Habían sido muchos años de soledad…
Durante mucho tiempo estuve dedicado por completo al trabajo, recorriendo toda la costa del Golfo, por cierto que en Minatitlán hubo una fiesta de Carnaval a la que me invitaron unos pilotos de Mexicana de Aviación y tuve la nefasta idea de mandarle a los niños, para que jugaran, gorros, cornetas y silbatos y, cuando llegué meses después a la casa, Lupina los sacó de donde los había escondido, para romperlos delante de mí, diciendo que, mientras yo andaba en francachelas con amigos y amigas, mis hijos se morían de hambre. Y la verdad era que sí, tuve ¨amigos y amigas¨ y hasta algunas relaciones, pero totalmente circunstanciales: mis únicos amigos eran los de siempre, los del D.F., porque para entonces, mi amigo Luis Ernesto había muerto de un ataque al corazón por lo que me sentía más solo que nunca.
Viví cosas muy interesantes, es cierto que todas las experiencias que tuve en mis viajes valieron la pena: nada tan impresionante como lo visto en Catemaco; ahí sí que vi la brujería muy de cerca.
Todo mundo sabe que es un verdadero nicho de brujos, pero para ponerse en contacto con ellos hay que ganarse la confianza de los suyos.
Me dijeron que para llegar al Maestro Rutilo, tenía que ir dos o tres veces a comer a determinada barraca de las que están a la orilla de la laguna vendiendo comida y hacer plática con la dueña desde el primer momento, para que me fuera conociendo, de modo que fui a comer y luego luego entablé la plática con ella, una mujer gruesa que fumaba puro, alabando sus guisos; le platiqué de mí, de mi familia, de lo que extrañaba, de mi trabajo, sin preguntarle nada.
Al día siguiente, durante el desayuno nada más la saludé, pero me di cuenta de que me observaba. Por la tarde, cuando acabé de comer y encendí mi cigarro, se acercó y me pidió un cerillo para prender su puro y le dije que se sentara a fumar conmigo. Me dijo que por qué no consultaba con alguien que pudiera hacer que mi mujer se acercara a mí. Aproveché para decirle que esa era mi intención, que alguien me había hablado del maestro Rutilo, pero que no tenía idea de cómo buscarlo.
A la hora de la cena se sentó junto a mí, diciendo que estaba tratando de saber en dónde estaba don Rutilo, que tal vez al día siguiente me podría dar el dato. Por la mañana fui a desayunar temprano porque tenía que ir a trabajar y le pedí que por la tarde, después de la comida platicáramos.
Esa tarde se ofreció a llevarme a casa de don Rutilo, pero que ella no me iba a decir nada, así que nunca supe si eran parientes o qué.
Me metió por entre las barracas y por unas callejuelas que pensé que nos habían alejado de la laguna; tocó en una puerta desvencijada y se fue. Abrió un hombre indígena, vestido de manta, con huaraches, cuyos ojos me impresionaron: parecía que taladraran mi mente…


Me identifiqué pero no hablé de quién me había llevado, lo único que le dije fue que necesitaba su ayuda y entramos. No sé si ahí vivía o sólo era su ¨ consultorio¨, pero era impactante: tenía las cuatro paredes saturadas de imágenes de Santos, lo mismo Martín Caballero que San Agustín, San Francisco, San Ignacio de Loyola, San Cristóbal, San Antonio o la Virgen de Guadalupe, con un búho vivo, en su percha; un halcón disecado, así como ristras y ristras de ajos y Ojos de venado y muchos listones de colores, sobre todo, rojos. El piso de tierra estaba cubierto de petates desgastados en los que pululaban los gatos; había además muchos pequeños altares cubiertos con veladoras de todos colores, unas prendidas y otras consumidas y varias fotografías, algunas muy borrosas, cirios de colores, semi envueltos con trapos; sobre los petates, pegadas a las paredes estaban unas piedras negras lisas y en algunas, había también velas y veladoras de colores encendidas, sin faltar los consabidos horrendos muñecos de trapo y completaban el mobiliario unas cuatro o cinco sillas bajas de palma y un cable que colgaba en el centro, con un pequeño foco en los que las moscas habían dejado su huella.
Pese a todo, era un lugar bastante colorido, por lo que no resultaba lóbrego.


En el muro frente a la puerta había una pequeña ventana que me permitió ver que seguía junto a la laguna; no supe realmente cómo había llegado.
El aire estaba totalmente enrarecido, por lo que me costó trabajo respirar y me dio un ataque de tos.
-  Esa es tos de fumador – me dijo – Tienes que dejar el cigarro, hermano.
Con eso se rompió el hielo y mi temor.
Empecé hablándole de la relación con mi esposa, por lo que necesitaba su ayuda; me pidió que le llevara una ropa íntima de ella y como le aclaré que no la tenía, me hizo una ¨limpia¨, pasándome por todo el cuerpo un ramo de hierbas de pirul, alfalfa, eucalipto y no sé qué más. Lo que me impresionó fue que del ramo empezó a caer en el papel en que me había parado, mucha sal. Traté de ver si la tenía en la mano o entre las hierbas, pero no pude ver nada. Me dijo que era que estaba rodeado de malas voluntades, pero que  lo que estaba haciendo evitaría el daño y que iba a ver cómo las cosas se me facilitarían. Al día siguiente me leyó el Tarot, diciéndome que mi esposa sí me quería, pero que se sentía muy herida y que mi vida no iba a ser muy larga, que era urgente que me alejara del cigarro para siempre.
Haciéndole plática y yendo todos los días que permanecí en Catemaco, me tomó confianza y empezó a decirme que la vela o veladora, según el color, se usaba para diversas peticiones: la verde para que los negocios prosperaran, la amarilla para atraer el dinero, la roja para retener al ser amado, la azul para tener el amor de alguien, la blanca para la salud. Debían prenderse enfrente del retrato de la persona en la que se tenía interés y, según lo que se deseara, a una hora determinada; por ejemplo, si uno quería que volviera la mujer amada, la veladora o vela, debía encenderse a las 12 de la noche y llamar a la persona por su nombre, diciéndole que tenía que volver, pero además, durante diez días, se debía, a la misma hora, llamarla gritándole, porque a esa hora estaría dormida y había que despertarla a gritos para que entendiera el mensaje, aunque seguramente se volvería a dormir y al despertar, para ella habría sido un sueño que la inquietaría hasta hacerla volver. Entre tanto, la “luz” debía permanecer encendida de día y de noche.
Yo había visto también velas negras y, al preguntarle por ellas, se mostró inquieto y medio molesto, pero me dijo que se usaban para provocar la muerte y se prendían en las piedras negras y sobre el retrato de la persona a la que se le quisiera hacer el mal, pero que él no practicaba la ¨Magia Negra¨, por lo que siempre las usaba combinadas con las de colores, de acuerdo con la petición. Que cuando la fotografía se ¨emborronaba¨ se debía buscar a la persona, porque el ¨trabajo¨ ya estaba hecho.
Para esto, yo ya le había comentado de mi estudio sobre las religiones, lo que le interesó y tal vez por eso se explayó.
Había entendido que mi interés era para conocer más de estos misterios, como lo había sido el estudio que le había comentado.
Me explicó que en Catemaco había quien se dedicaba a la ¨Magia Negra¨, pero que el mejor era el Maestro Augusto. Que si quería podía llevarme, pero que él sí hacía ese tipo de magia porque era adorador del diablo y hacía Misas Negras en las que, se decía, mataban animales y bebían su sangre.
Me dijo que el Vudú es una de las religiones o prácticas más antiguas. Fue traído a América por los esclavos africanos; se le relaciona con el Cosmos y se dice que los sacerdotes Bokor pueden crear zombis que son muertos resucitados a los que esclavizan.
Para hacer el mal utilizan muñecos a los que clavetean de alfileres, tal como usted vio con su amiga, pero se necesita tener facultades especiales y dominar todos los conjuros.
Sus guías espirituales son seres sobrenaturales llamados Loas y los principales son el Barón Samedi, la Maman Brigitte y Dambolla que habla a través del sacerdote más poderoso. Se puede recurrir a Hougan si se es hombre y si se es mujer, a Mambo, pero el que verdaderamente hace el mal, es Bokor, que significa Brujo.
Fue el Vudú el que dio origen a la Santería Cubana. En ella se emplean nombres africanos, pero están representados por imágenes religiosas del critianismo, fundamentalmente con la Virgen de la Caridad del Cobre; ahí sí se dio el sincretismo.
Las prácticas más frecuentes son las del Oráculo de Biagué, para el que se emplea el coco al que llaman Obi y que consiste en partir el Obi sin golpearlo en el suelo porque eso ofendería al Orisha Obi. Se cortan cuatro pedazos del coco y con la uña del pulgar de la mano derecha se sacan los Pikuti, o sea, pedacitos pequeños en la cantidad que requiere cada deidad a la que se le solicita ayuda para la interpretación: para Oshún son cinco, para Elleguá tres y para Shangó, seis y se colocan en un plato blanco, pero antes de iniciar la lectura del destino, se debe pedir permiso a Elegguá. Sólo los sabios pueden hacer interpretaciones.

Oráculo de Biagué
Otra de las prácticas recurrentes es el Mal de Ojo, que sólo pueden hacer personas con poderes y conocedoras de los rituales para curar o dañar. Se recurre a este tipo de brujería porque es sencilla, no deja evidencias y es efectiva. Se puede ejercer mentalmente por proyección de energía negativa, sin necesidad de recurrir al ritual.
La persona afectada puede empezar a padecer equivocaciones, buscar pleitos, sentir cansancio o sentir que alguien la empuja y puede llegar a  la autodestrucción sin proponérselo.
Para recuperarse necesita la ayuda de una mente más poderosa que la que le hizo el mal.
Con la magia negra siempre se hace mucho daño; las plantas que usan, son como el toloache que embrutece o mata.

Toloache
Se usa también la ¨cinta roja¨ con la que se mide a una persona y la que le manda hacer el daño se la amarra a la cintura y ya la tiene en su poder para que cumpla sus caprichos, para enfermarla o hasta matarla.
Yo ya había escuchado la expresión: ¨te tiene tomada la medida¨. Pero hasta entonces comprendí su alcance.
-  En la Magia Blanca siempre, antes y mientras la practicamos, invocamos y rezamos a nuestro Padre Dios y a su Hijo Jesucristo.
Efectivamente, ya había podido observar que rezaba mientras me hacía la limpia, aunque no pude entender sus palabras.
Vencí mi temor y una tarde me llevó a ver al Maestro.
Era una casucha como todas las que hay a la orilla de la laguna, pero él tenía una salita de espera que estaba llena con algunas personas sentadas en sillitas bajas de palma. Al vernos llegar, una mujer sucia y desagradable saludó al Hermano Rutilo y nos dijo en voz baja:
-  El Maestro Gusto está ocupado; si lo quieren ver, tienen que esperar turno.
El Hermano Rutilo se fue y yo decidí esperar un rato.
Al poco tiempo se abrió la puerta y salió un hombre mayor con cara de angustia y paso lento, por lo que pude ver el interior: era un lugar lóbrego, con trapos negros colgando, velas encendidas y un “retrato” del diablo al fondo.
Le dije a la mujer que ya no tenía tiempo y salí como si todos sus demonios me fueran persiguiendo, no por miedo, sino por horror y asco.
Tuve oportunidad de conocer a otros brujos de Magia Blanca, pero al “Maestro Gusto” nunca lo vi.
Cuando salí de Catemaco me despedí del Hermano Rutilo y de mi diligente cocinera, prometiéndoles volver, pero nunca lo hice porque de ahí me mandaron a Minatitlán y el trabajo me absorbió.
Estuve en Campeche, en Chiapas y Yucatán, viviendo muy estrechamente, pues sólo disponía de los viáticos, porque sabía que en la casa hacía falta el dinero.
Cuando me mandaron a Torreón recibí un aumento de sueldo que me ayudó un poco, pero seguía faltando dinero para la familia.

Torreón 
Eso sí, frecuentemente me acompañaban espectros que me llamaban por mi nombre o me tocaban. Ya no les temía; el hermano Rutilo me había dicho que si se acercaban tanto, era porque esperaban que pudiera ayudarlos. Yo trataba de que me dijeran algo, pero nunca obtuve respuesta, sólo su presencia.
Cada año, cuando iba a casa a pasar Navidad y Año Nuevo y me quedaba hasta Reyes, buscaba que mejorara la relación con Lupina, pero nunca lo conseguí, por lo que la decepción y el abatimiento me hacían desear volver lo más pronto posible al trabajo, aunque ahora tenía el aliciente de platicar un poco con Carlos, mi hijo, porque Estela era muy arisca y Mariana todavía era muy pequeña, aunque ya demostraba carácter.
En una ocasión me enteré de que estando en 1er año,  alguien le prestó un libro diferente al que ella llevaba y en la tarde, acostada en la cama, estaba leyéndolo o tal vez sólo viéndolo y su prima Esperanza, jugando, quiso quitárselo y ella, muy enojada, le mordió la mano y la sangró, lo que le costó una cueriza terrible que le dio su mamá.
Comprendí entonces cuánta razón había tenido Mamá Remeditos al decirme que esa niña sería como yo. Había empezado para ella el gusto por la lectura.

Fue el mío un peregrinar pues recorrí gran parte del país, aunque a veces tenía que regresar a algún Estado, pero no a la misma ciudad.
Cuando me mandaron a Cananea, tuve la oportunidad de conocer a un médico joven que atendía a los mineros, se llamaba Arnulfo Ayala y era muy cordial, con una eterna sonrisa no sólo en la boca, sino también en los ojos.
Lo consulté porque la tos ya no se me quitaba  ni con limón y azúcar, ni con miel o el té de ocote con piloncillo, ni ninguna  otra tisana. Su receta fue:
-¡Deje el cigarro! – cosa que me repetiría en muchas ocasiones, pero nunca lo pude realizar porque el vicio siempre fue más fuerte que mi voluntad.
Pronto nos hicimos amigos y confidencialmente me dijo que era masón. Era la época en que yo había estudiado a esa secta, pero no había podido acercarme, por lo que le pedí a mi amigo me indicara qué debía hacer para poder ingresar.
-  El requisito indispensable es que tenga usted una religión ¿la tiene?
-  Sí, soy católico, aunque no un buen practicante.
-  Creo que con eso bastará ¿sabe? En Sonora casi todos los hombres somos masones ¿se acuerda de Don Francisco Madero? Él también lo era, como buen sonorense, y nunca lo negó. Le prometo que la próxima vez que vaya a la Logia, pediré que lo reciban; creo que bastará con una recomendación.
Pasados unos días me dijo que en la Logia estaban dispuestos a conocerme, así que en la primera oportunidad, lo acompañé a Hermosillo y aunque me pidieron mil requisitos, fui aceptado en la congregación, lo que me permitió posteriormente acercarme a las Logias en otras ciudades, pero como le dije antes, a la postre no me convenció y abandoné la masonería.
Pero el primer viaje a Hermosillo fue muy importante para mí: cambió el rumbo de mi vida.

Hermosillo
Mi amigo Ayala me invitó a pasar un fin de semana en la casa de su familia: aunque habían nacido en Cananea, su padre, buscando mejorar a sus hijos para que no acabaran de mineros como él había sido, decidió irse a Hermosillo y dedicarse a la agricultura, con tal de que sus cinco hijos tuvieran escuela. Prosperó porque se dedicó al cultivo del algodón y pudo darle carrera a los cuatro varones en la Ciudad de México: Alfredo, Ingeniero Agrónomo; Arturo era abogado; Armando, veterinario, todos ya casados y Arnulfo, el médico, lo haría muy pronto. La única a la que no le dio carrera fue a la “pipiolita”, María Trinidad, la menor de la familia y que sólo había hecho la Secundaria porque su padre lo había decidido, sin embargo, a ella le gustaba el estudio y leía de todo por su cuenta.
Al llegar conocí a Don Alfredo, el papá y a Doña Trinita, la mamá;  los hermanos varones vivían en otras ciudades con su propia familia y Mari Trini, la hermana, ocupada en sus labores de casa.
Cuando la criada avisó que ya iban a servir la comida, pasamos al amplio y ventilado comedor  y allí estaba ella:
La atracción fue mutua. No era una belleza, sin embargo, era impactante. No se parecía a su hermano más que en la sonrisa, característica de toda la familia; tenía el pelo castaño y ondulado, a diferencia del negro y lacio de su hermano y sus ojos eran color avellana. De estatura un poco más que media, esbelta y diligente, nos sirvió la comida de la que sólo recuerdo que había machaca en una salsa verde. Había sido tan fuerte la impresión que todo quedó en segundo plano.
Nos mirábamos a hurtadillas y los dos días siguientes, nos evitábamos, sin rehuirnos realmente.
Conversamos siempre en familia, pero fue todo tan lleno de cordialidad, que pronto me sentí identificado con mis nuevos amigos.
Sólo al despedirnos el domingo, me atreví a apretarle la mano y ella me devolvió el apretón, lo que bastó para sentirme feliz, por lo que estuve muy parlanchín durante el regreso a Cananea.
Durante las dos o tres semanas siguientes, Arnulfo no me volvió a invitar a su casa, aunque me contaba que había ido a Hermosillo, pero de pronto, me comunicó que mi solicitud para ingresar a la Logia había sido aceptada, así que el siguiente fin de semana lo  acompañé.
Nuevamente sentí el impacto de la presencia de Mari Trini y ahora sí busqué la ocasión de hablar a solas con ella. Supe que sus gustos eran muy semejantes a los míos y que me identificaba plenamente con ella, sin embargo, no quise hablar de mis sentimientos; me limité a hablarle de mi familia y mi trabajo, pero me di cuenta de que ya su hermano le había hablado de los problemas con mi esposa.
Mis visitas se hicieron más frecuentes, puesto que había sido aceptado en la Congregación que, por lo que pude darme cuenta, tenía un gran peso en el país.
Cuando me mandaron a Caborca y a Ciudad Obregón, me las ingenié para comunicarme con Arnulfo y llegar a Hermosillo un poco más tarde que él, para no pecar de imprudente, pero pude percibir que toda la familia estaba enterada de nuestro interés mutuo. Yo no quería crear falsas expectativas, así es que comenté cual era mi situación familiar y ellos, como siempre, se mostraron comprensivos y respetuosos.
Decidí entonces regresar a México para tratar de arreglar las cosas con Lupina, pero antes ya había hablado con mi jefe de la posibilidad de tener allá una plaza para dejar la vida errante de la Inspección de Correos.
Mi deseo era arreglar nuestra situación, volver a México, tener un trabajo de oficina y dar por terminada toda relación con mis amigos, pero cuando intenté acercarme a mi esposa, no fue un balde de agua helada, fue un balde de ácido lo que recibí. Me dijo inclusive que había hablado con un sacerdote y que le había dicho que si yo pretendía algo con ella, que llamara a un policía para que me sacara de la casa.
Ni siquiera el decirle que entonces habría una separación definitiva, que podría llevarnos al divorcio, la hizo cambiar de actitud. Su respuesta fue: ¨Nunca me voy a divorciar. A la que levantes podrás darle el ilustre nombre de Tu Querida, pero yo seguiré siendo Tu Esposa¨.
Le hablé de aquellos viejos sueños, de nuestros primeros años de noviazgo y matrimonio, de todos aquellos bellos momentos que habíamos acumulado. Nada la conmovió.
El tiempo y el rencor habían devorado los recuerdos.

Regresé a mi trabajo y a Hermosillo, dispuesto a jugármelo todo: le conté a Mari Trini el objeto y el resultado de mi viaje a México, así como de mis sentimientos hacia ella y me dijo, que tal como había sido con ella, fuera sincero con su familia, porque ellos aborrecían la falsedad y que, además, ella como yo, estaba realmente interesada en tener una bonita relación, porque sentía que éramos afines.
Cumplí con ese compromiso, expliqué mis problemas, agregando:
-  Estoy profundamente enamorado de su hija y creo que ella me corresponde, pero no puedo ofrecerle un matrimonio formal, porque estoy casado por el civil y por la Iglesia, Si ustedes me permiten seguir visitándolos y mantener una relación de noviazgo con ella, juntos buscaremos alguna solución al problema. Si no les parece mi propuesta, desapareceré para siempre de sus vidas.
-  Mira Miguel,- me dijo el padre – Si hubieras llegado a esta casa con hipocresías, en este momento ya te habríamos sacado a patadas, pero desde el primer día diste muestras de honestidad y lo único que puedo decirte es que es mi hija la que debe decidir si quiere una relación tan insegura que además puede ser efímera, aunque ya imagino su respuesta ¿no ves cómo llora?…
Efectivamente, lloraba desconsolada.
Comprendí que ellos debían discutir a solas y salí de la casa prometiendo volver al día siguiente por la respuesta.
Me alojé en un hotel y al día siguiente, después de la comida, me presenté.
Me llevé una gran sorpresa al ver que estaban todos los hermanos que me saludaron seria, pero amablemente.
Quien tomó la palabra fue Arnulfo:
-  Miguel- me dijo – no hace mucho que te conozco, pero siempre me pareciste un hombre serio y decente, aunque un poco retraído y triste y ahora has dado una prueba de honestidad que mucho valoramos. Como ves, estamos la familia completa, porque es algo que a todos nos concierne; se trata de nuestra hermanita y deseamos para ella lo mejor, que no es precisamente lo que le propones, pero ella nos ha dicho lo que siente por ti y no queremos ser culpables de su infelicidad. Pero sabe desde ahora, que si tú das motivo para que ella sea infeliz, tendrás que enfrentarte a todos nosotros.
Quien más lloraba era doña Trinita, aunque don Arturo ya no ocultaba sus lágrimas.
Entendí su pena; seguramente habían soñado una boda normal para su hija y se les presentaba una situación ambigua que difícilmente podrían explicar a sus parientes y amigos.
Todos estábamos profundamente conmovidos, de modo que cuando prometí luchar con todas mis fuerzas por lograr la felicidad de Mari Trini, mi voz salió enronquecida y entrecortada por el llanto.
Mantuvimos una relación de noviazgo durante la que yo fui inmensamente feliz: podía hablarle de lo que había leído, intercambiábamos libros,  juntos salíamos al campo a disfrutar de la naturaleza, contemplábamos el cielo admirando las formas caprichosas de las nubes, los atardeceres y por las noches, disfrutábamos viendo las estrellas; aunque mis conocimientos eran pocos, trataba de señalarle algunas constelaciones. En pocas palabras, fue volver a la vida y también al canto y a la música.

Pero cuando menos lo pensaba, me ordenaron ir a revisar la Oficina Central de Correos de San Luis Potosí.
Mientras estuve en la zona, Chihuahua o Sinaloa, no me importó, porque podía llegar fácilmente a Hermosillo, pero el ir a San Luis significaba que tendría que ausentarme por mucho tiempo, porque no podría viajar tan frecuentemente como hasta entonces. Yo sabía que el llegar a la Oficina Central, significaba revisar las sucursales de la diversas entidades, lo que requería de tiempo que no podía distraer, además de la escases de dinero para hacer los viajes.
Se acababa mi paraíso.
Lo hablé con Mari Trini y ella me dijo que estaba dispuesta a seguirme  a cualquier parte, porque no quería dejarme ir.
Su familia supo lo que sucedía, pero esta vez no hablé yo; fue ella la que planteó  el conflicto y su decisión.
Don Arturo habló en privado conmigo, proponiendo que me adelantara a San Luis para buscar un alojamiento y que mientras pensarían cómo salir airosamente de la situación. Debía esperar a que él se comunicara conmigo
No tenía opción y cuando tuve que irme, creí que la perdía para siempre.
Pasadas tres o cuatro semanas, Don Arturo me llamó por teléfono para decirme que ese fin de semana debía ir a Hermosillo para que me dijeran lo que se pensaba hacer.
Ya había alquilado una casita muy pequeña a unas cuantas calles de la maravillosa Catedral y cerca de la Lonja, de modo que quedaba en el centro, rodeada de edificios hermosos y no tenía que gastar en pasajes para ir a mi trabajo.
Llegué el viernes por la tarde a casa de los Ayala. Esta vez nada más estaba Arnulfo.

Catedral de San Luis Potosí
Me dijeron que sabían que el domingo a las 11, había en Catedral una boda: el plan era llegar media hora antes, colocarnos en la nave lateral para pasar como invitados, seguir la Misa como si fuera para nosotros, con lo que, por voluntad de todos, quedaríamos casados ante Dios, con la obligación de seguir todos sus preceptos.
Mari Trini se vistió con un vestido blanco de calle  y su mantilla de siempre; llevaba en la mano una vara con tres azucenas y yo me puse un traje negro de Arnulfo que me quedaba un poco corto y muy flojo, pero pasaba por un traje de boda.
Seguimos puntualmente la Misa, escuchando al sacerdote decir “Mujer te doy y no sierva…” y repitiendo en murmullo las respuestas de los novios. Cuando se trató de entregar las arras, saqué unas cuantas monedas sueltas para poder decir “Estas arras os entrego en señal de matrimonio”. Ella respondió en un suspiro:  “ Yo las recibo”. Y sus papás nos regalaron los anillos. Recibimos la Bendición tan devotamente como si realmente fuera directamente nuestra.
Así quedamos casados.
No faltó el retrato de “bodas” que primero estuvo en la sala de los Ayala y poco después en nuestra propia sala.
Esa misma tarde, después de nuestra “comida de bodas”, partimos hacia San Luis.
Para despedirnos de sus padres, Mari Trini y yo nos pusimos de rodillas para recibir la bendición de ambos.
-  Tienes que entender que esto es muy duro para nosotros; te entregamos a nuestra hija mediante lo que parecería una farsa, pero para nosotros no lo es. Consideramos que esto es una boda que ustedes tendrán que honrar y respetar para el resto de sus vidas. Espero que no me des motivos para buscarte en otro plan, Miguel.
-  Doy a usted mi palabra de hombre de bien, que nunca tendrá motivos de disgusto de parte mía, mientras Dios me dé fuerza y salud para responder por mis actos.
Fue la nuestra una verdadera “Luna de Miel”; esa estancia en San Luis fue llena de felicidad, basada en las cosas más sencillas de la vida: después de mi trabajo salíamos a caminar por esas tranquilas y hermosas calles del centro, respondiendo a los saludos de personas desconocidas, pero siempre amables. Disfrutábamos en el parque de la puesta del sol o viendo a los jóvenes que daban la vuelta, ellas en un sentido y ellos en otra, mientras intercambiaban miradas, saludos, sonrisas y hasta cartitas.
Así de recoleta era la sociedad de ese tiempo.
Los domingos asistíamos a Misa de nueve, en la que pronto encontramos los mismos asistentes y con quienes llegamos a hacer una leve amistad, sin llegar a intimar. Comíamos algo especial de “domingo” que preparaba Trini, una buena cocinera, pero sin querer echaba de menos la deliciosa comida de Lupina.
Dominé mis recuerdos para no enturbiar esta nueva y maravillosa relación que significaba poder disfrutar plenamente de la naturaleza: las mariposas, abejas, flores, plantas silvestres, nubes, lluvia o luna y estrellas, llenaban nuestro tiempo, tanto como contemplar la hermosa arquitectura del centro de San Luis o las pinturas, esculturas y retablos de sus iglesias, para no hablar de los libros, algunos leídos juntos, aunque yo no pude deshacerme de mi manía de desvelarme  para leer o escribir y fumar y fumar todo el tiempo, a pesar de los regaños o las súplicas de Trini

… CONTINUARÁ

MAESTRA LAURA MARTHA CHÁVEZ CARRIÓN.





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